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El cristal de la puerta de entrada a la casa lo cubría un visillo de encaje en color crudo que la preservaba de las miradas externas. Al traspasarla, me encontré en un salón amplio. A medida que la sirvienta abría las ventanas, la luz iluminaba la estancia. El suelo, de madera encerada, estaba oculto, en parte, por una alfombra bastante usada pero muy limpia. No había demasiados muebles y casi todos antiguos. Un arca grande con herrajes, un bargueño de madera muy bien tallada y varios muebles pequeños, bien distribuidos. Lo que más destacaba era un bonito escritorio que parecía una antigüedad y un hermoso piano de cola. A la derecha de la puerta, frente a una ventana bastante grande, una mesa de comedor rodeada de seis sillas, le daba un ambiente hogareño a la estancia. En el extremo opuesto, un mirador acristalado con un velador y dos pequeñas butacas, permitían descansar la vista en la grandiosidad del mar Cantábrico que desde allí se divisaba.
Me quedé embelesada durante un rato mirando a través de los cristales para continuar, luego, con la inspección de la casa.
Era más grande de lo que por fuera parecía. Por una puerta situada al lado del mirador, se entraba en la cocina que tenía otra acristalada como la de la entrada principal pero en ésta los visillos eran de una tela más gruesa y con menos adornos. Por ella se salía al jardín trasero donde se veían, en la parte de afuera, una pequeña valla de madera, también pintada de verde y unas escaleras de piedra cubiertas de verdín con ramas entrelazadas de los árboles que nadie había podado desde hacía tiempo. Era evidente que aquellas escaleras bajaban hasta la playa pero, por su aspecto, debía de hacer años que no eran usadas.
La cocina, extremadamente limpia, tenía un fogón de carbón, apagado en aquel momento. En una alacena, unos estantes cubiertos de paños blancos de hilo, rematados en los bordes con una puntilla, mostraban platos, tazas y vasos todos muy bien colocados. Antes de salir, pude ver en un hueco, al lado del fogón, dos serones, uno con carbón y otro con leñas, obviamente para encender el fuego. Seguía desconcertada. No sabía qué pensar, todo aquello era anacrónico.
Parada al pie de la escalera que subía al piso alto, seguía la extraña mujer esperando en silencio a que yo terminara la inspección. Subió delante de mi para guiar el camino y al verla de espaldas supe el por qué de mi desconcierto ante su presencia. Parecía una persona sacada de una foto de principios de siglo. El vestido negro largo, que llegaba hasta los tobillos, cubiertos por unas medias negras de hilo, dejaba ver unos zapatos de tacón ancho, abrochados con una tira sujeta a un botón. El cuello del vestido, grande, plano, blanco, parecía incluso almidonado, y aquel delantal inmaculado de tela fina, casi trasparente, sujeto a la cintura por una lazada ancha, le daba un aspecto arcaico, de sirvienta de otra época.
Las escaleras nos llevaron a un pasillo ancho en forma de ele, preservado por una barandilla de madera muy trabajada e iluminado por dos ventanas, una en un extremo y otra en el opuesto.
-Hay tres habitaciones con camas, puede usar la que quiera- dijo la mujer con su laconismo habitual mientras abría una puerta tras otra para mostrar las habitaciones.
La que más me gustó fue una que estaba situada al final del pasillo y en la que había también dos ventanas. Una daba a la parte Norte desde donde se divisaba el mar, y la otra, al Este, desde la cual se veía la calle. La cama era grande, alta, antigua como todo. Con un armario de cuatro puertas y un arca muy parecida a la del salón. A cada lado de la cama unas mesitas de noche, grandes, labradas, hacían juego con el cabecero de la cama.
-El retrete está abajo, al lado de la cocina- dijo la mujer.
No me había fijado en ese detalle importante, me había pasado desapercibido y entonces fue cuando vi que, en un rincón de la habitación, se encontraba un lavabo antiguo, de madera, con un espejo ovalado, una palangana de loza en el hueco dispuesto para ella y en el soporte del pie del lavabo, una jarra grande llena de agua. Aquella incongruencia todavía exacerbó más mi entusiasmo por la casa. Sí, me quedaría allí.
Le expliqué a la mujer que tenía que ir a por mi coche y que volvía en unos minutos pero en el momento de salir a la calle recordé que debía preguntarle el precio.
-Lo que se acostumbra- contestó la mujer sin darle importancia.
Todo era tan desconcertante en aquel ambiente que no me atreví a preguntar más. Daba igual el precio. Podría pagarlo y siempre tenía la opción de dejarlo si no me convenía, nada me obligaba.
Aunque la casa no me había parecido oscura, al salir a la calle, la luz del sol me deslumbró.
Caminé cuesta abajo por la bonita Avenida en busca del Clio que tenía aparcado en el paseo. Hasta finalizar la pendiente, no fui consciente del ruido del tráfico y de la actividad de los paseantes. Todo era otra vez normal.
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