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Antes de coger el coche, entré en una cervecería para calmar la sed y entretanto paladeaba la cerveza, pensaba en los curiosos detalles de la casa que pretendía alquilar. Me resultaba curioso y atractivo el encuentro de aquel, un tanto misterioso lugar. Esta circunstancia apartaba la situación de la rutina y me entusiasmaba.
De vuelta, aparqué el coche frente a la verja del jardín y saqué el equipaje. La puerta, esta vez, estaba abierta; supuse que esperando mi llegada, por lo tanto entré sin llamar. La peculiar mujer permanecía inmóvil al pie de las escaleras y, o antes me había pasado inadvertido o, ahora, en el salón, se encontraban otras cosas. Dos grandes retratos pintados al óleo de un hombre y una mujer de aspecto claramente decimonónico, colgaban de una pared antes vacía y, sobre el piano y las mesitas, aparecían diferentes cuadros con fotos dispuestos de una manera cuidadosamente desordenada.
Curiosa, los observé. Algunas fotografías eran muy antiguas. En una de ellas, dos niños, al parecer gemelos, vestidos de marineritos, con unos sombreros de paja de la época de Maricastaña, agarraban un aro de juguete tan grande como ellos.
-Son dos de los hijos de los señores. Murieron en la mar, ahogados.
Las palabras de la mujer que detrás de mí me observaba sin yo advertirlo, me hicieron dar un respingo. Ella, sin dar importancia a mi sobresalto, cogió otra foto donde una joven vestida con un antiguo traje de novia, sonreía tímidamente. Vislumbré una ligera luz en sus ojos inexpresivos cuando dijo:
-Esta es su nieta.
Después de contemplarlo durante unos momentos, volvió a dejar el cuadro en su sitio y ya sin ninguna emoción ni en su rostro ni en sus palabras, me informó:
-La habitación está preparada.
Sin embargo, apenas le presté atención. Por fin veía algo más en consonancia con el mundo real en el que yo estaba viviendo. En un marco de plata, la figura de una jovencita rubia sonreía. El peinado, crepado y tieso por la cantidad de laca, los clásicos zapatos de tacón ancho, suela de plataforma y la falda corta que dejaba ver unos bonitos muslos, los identifiqué con los años 70. Seguramente fue la afinidad de identidades lo que me hizo sentir un afecto hacia aquella mujer, al menos, algo nos unía, ambas, más o menos, pertenecíamos a la misma generación.
-Es la señorita Rosario, la biznieta de los señores.
Por segunda vez pegué un respingo. Aquella mujer dejaba oír su voz en el momento más inesperado.
-He preparado una mesa para comer en el mirador. Espero que le guste.
En efecto. El velador estaba retirado apoyado junto a la pared y en su lugar había una mesa cuadrada pequeña, cubierta con un mantel bordado sobre el que, un servicio blanco de loza fina esperaba a que yo me sentara.
-¡Oh! Muchas gracias. Me encanta la idea.
Desdoblaba la servilleta que puse sobre mis rodillas, al mismo tiempo que la mujer se acercó a la mesa con una sopera en las manos en completo silencio.
-¿No se sienta usted a comer?- le pregunté ligeramente azorada. Me parecía inadecuado sentirme servida por aquella persona tan mayor como si yo fuera una señora feudal.
-Yo ando a lo mío- respondió la mujer.
Seguidamente destapó la vasija y vertió en el plato unos cazos de sabroso caldo que despertaron mi apetito casi olvidado.
Por tener un poco de conversación y también por algo de curiosidad, pregunté:
-Perdone, no sé su nombre.
-Me llamo Petra.