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Rondaban estos pensamientos en mi cabeza en el momento que vi el mar. Ya estaba en Santander. El Ferry descargaba sus pasajeros en el puerto, lo mismo que en aquellos años pasados. Parecía que la historia se repetía, sin embargo, era todo tan distinto... Ahora estaba sin la compañía amada, hablando a solas de momentos felices que me permitieran continuar viviendo.
Tuve la suerte de ver salir un coche aparcado, y metí el mío rápidamente en el hueco vacío. Con mi bolso en bandolera comencé a pasear por el puerto mientras respiraba la brisa marina y el olor a salitre tan añorado. La sosegada visión de los pequeños barcos anclados, los pesqueros, los yates de recreo, las gaviotas volando sobre el mar con sus gritos agudos, apaciguaron lentamente mi tensión y, paso a paso, me encontré en los jardincillos del Paseo de Pereda. Sentada en uno de los bancos me despojé de la chaqueta de seda negra y aunque las mangas de la blusa eran cortas, las arremangué aún un poco más para aprovechar y sentir en mi piel los calientes rayos de aquel último veraniego sol de Septiembre. Con el rostro levantado hacia el astro, cerré los ojos al tiempo de permitir a mi cuerpo captar toda su energía. En esta actitud me olvidé de todo. A mi alrededor había un vacío total. Serena, ausente, me pareció elevarme y gravitar en el silencio de un mundo que era únicamente mío.
El llanto de un niño me devolvió a la realidad, sólo necesité unos segundos para ubicarme y ya con los cinco sentidos alerta, me levanté del banco. El jardincillo estaba lleno de gente que paseaba por él, ya no me pertenecía.
Mi nuevo paseo me llevó hasta la Avenida de la Reina Victoria que subía en cuesta. Amplia, con hermosos edificios rodeados de jardines cubiertos de flores, bordeaba la playa que ya comenzaba a estar solitaria, donde algunos árboles parecían crecer casi dentro del mar. Me paré a contemplarlo con el alma llena de ansias por aquel recuerdo imborrable de la compañía de Juan. En la misma esquina donde me encontraba, me fijé en una casa no excesivamente grande en la cual no había reparado. Las contraventanas, cerradas, de madera pintada en un color verde apagado, tenían una forma redondeada, semejante a la de un corazón. Se veía solitaria, abandonada. La rodeaba un jardín cubierto por enormes arbustos de hortensias con flores vistosamente coloreadas que poco dejaban ver de su interior. La casa parecía antigua, vieja ya. Sin embargo, la puerta que daba a la entrada del jardín era bastante nueva, una verja de hierro.
Desde la calle, sólo se podía ver la parte delantera del edificio en una de cuyas ventanas, un papel mal sujeto con un cordel, bailaba movido por el viento. Estaba medio doblado y el movimiento continuo no dejaba ver con claridad las letras escritas en él pero se adivinaba, sin mucho esfuerzo, que ponía: “SE ALQUILA”.
Me fascinó la idea. Intentaría alquilarla, sin embargo, en el cartel no se distinguía ningún número de teléfono para ponerse en contacto, bien con los dueños, bien con la Agencia Inmobiliaria, pero esto no me intimidó, al contrario, aquella dificultad le dio firmeza a mi interés. Busqué algún timbre en la puerta de hierro y en una lateral descubrí una campanilla de la que colgaba una cadena. La agité haciendo sonar el badajo y, aunque el sonido no fue demasiado estridente, al oírlo no pude evitar un sobresalto, entonces me di cuenta del total silencio que envolvía el lugar. Aquello era fantástico. Lo que yo buscaba.
Después de una espera moderada tras varias llamadas sin obtener respuesta, iniciaba la marcha un poco decepcionada, cuando el ruido de unos pasos sobre la grava del jardín, me devolvieron la esperanza.
Pocos momentos después se abría la verja con un chirrido. Ante mis ojos apareció una mujer mayor, de cara pálida y con un algo desconcertante en su aspecto. Parecía una criada o ama de llaves surgida de una antigua película.
-Creo que se alquila esta casa ¿no?- pregunté.
-Se alquila- respondió la mujer escuetamente. Y apartándose a un lado, dejó libre la entrada con una intención que yo entendí como invitación a entrar.