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Salí de Palencia con las primeras luces de la mañana. Esta vez me vestí con un conjunto discreto. Un pantalón blanco y negro de pequeños cuadritos, una blusa blanca y una chaqueta fina de punto, de color negro. Quería pasar desapercibida, como si estuviera sola en el mundo.
Cogí la N-611 que me llevaba a través de pueblos a Santander. Había conducido ya algún kilómetro, cuando se me ocurrió pensar que también podía dirigirme a León. Palencia enlazaba muchos de mis recuerdos con esta otra ciudad que, desgraciadamente, no tuve ocasión de llegar a conocer a fondo.
Mientras conducía carretera adelante, el recuerdo de lo sucedido en León durante aquellas, ya casi olvidadas vacaciones, aumentó mi tristeza. Las ventanillas bajadas le daban libertad al sano aire montañés para acariciar mi rostro y, poco a poco, arrullada por aquella suavidad, mi mente desgranaba los sucesos pasados.
Fue en un viaje de vuelta a Madrid. Aun siendo diáfanas todas las escenas de aquellos recuerdos, en aquel momento no alcanzaba a clarificar en mi pensamiento por qué Juan y Luis viajaban en el Clio rojo, y Silvia y yo en el SEAT Ibiza que a ellos les pertenecía. Sí recordaba que habíamos decidido reunirnos en León para visitar la ciudad. Casualmente, ninguno de nosotros la conocía y precisamente Juan, tenía un obstinado interés por pasar unos días allí. Sé que acordamos encontrarnos frente a la Catedral puesto que era el lugar más sobresaliente del que teníamos noticia, luego, ya nos encargaríamos de buscar alojamiento en un Hotel y sin más preámbulos, emprendimos la marcha en los diferentes coches.
.Recordaba también como, al llegar a León, Silvia y yo preguntamos donde se encontraba situada la catedral igual que dos turistas despistadas y después de aparcar lo más cerca posible del impresionante templo, paseamos por la plazoleta para ver si los dos maridos ya habían llegado. Pero por más vueltas que dimos no los encontramos. La monumental iglesia, con sus dos macizas torres, acaparó nuestra atención por lo que decidimos entrar a visitarla, mientras, dábamos tiempo a la llegada de Juan y Luis.
Después de admirar la gran riqueza escultórica de los pórticos, sacar fotos y más fotos, nos trasladamos al interior para seguir disfrutando de aquella maravilla y al cabo de un tiempo bastante largo observando las maravillosas vidrieras policromas, el retablo mayor, la sillería, los diferentes sepulcros y el claustro, salimos para encontrarnos con los dos hombres que, suponíamos, ya nos esperaban en el exterior. Sin embargo, no encontramos rastro ni de Juan, ni de Luis, ni del pequeño Clio.
Paseamos por los jardincillos hasta que, pronto, comenzamos a inquietarnos. Para hacer tiempo e intentar tranquilizarnos, entramos en un bar a tomar un tentempié. Pero la inquietud por la tardanza de Juan y Luis, que no había ocurrido en ningún momento a lo largo de nuestro viaje, nos causaba tal profunda ansiedad que, sin acabar de tomar las cervezas y los pinchos, salimos otra vez a pasear por los alrededores de la catedral por si veíamos a nuestros maridos.
La tarde empezaba a declinar y con los nervios ya bastante alterados, pensamos no sería mala idea rehacer el camino de vuelta para tratar de averiguar si había habido algún accidente por la carretera pero, cuando salíamos de la ciudad en el Seat de Silvia, vimos como el coche rojo entraba a la ciudad.
Me parecía imposible tener tan vívido aquel recuerdo. ¡Cuánto me enfadé con Juan! Me sentí lo mismo que una madre profundamente alterada por la desaparición de un hijo travieso. En cuanto lo vi fui hacia él dispuesta, si me lo hubieran permitido, a darle unos cuantos buenos azotes por el mal rato vivido.
Por suerte, los dos hombres estaban bien. El único que no lo estaba tanto y el causante del problema del retraso, era el Clio, mi pequeño y amado coche rojo. Según nos explicaron, le dio por pararse en medio de la carretera y no tuvieron más remedio que intentar arreglar la avería que, por cierto, les había llevado su tiempo. A partir de entonces fue cuando comenzó a tener problemas, sin embargo era un coche duro, fuerte; aquella vida extraña que poseía, todavía le daba mucho para tirar. Y con un arreglo aquí y otro allá, continuaba rodando. Sí, y yo esperaba que me durara todavía un poco más.
El recuerdo del viaje a León continuaba tenaz. No llegamos a quedarnos en la ciudad a pesar de la insistencia de Juan. Yo me puse terca y sólo deseaba llegar a Madrid cuanto antes.
Ahora recordaba aquel enfado con dolor. Después del suceso, siempre me había sentido culpable por no haber dejado disfrutar a Juan del intenso deseo por conocer más la ciudad de León. Mi tonta intransigencia no se lo permitió y ya no hubo ocasión de volver a visitarla. Ahora, más que nunca, reconocía cuan considerado fue conmigo en aquellos momentos. Jamás me recriminó mi actitud sino que esperó con paciencia el arrepentimiento de mi indebido proceder, cosa que, afortunadamente, no tardó en llegar.
Con aquel agrio recuerdo, se volvió a intensificar el resentimiento y la soledad. Ya no volvería a tener su apoyo nunca más y una irritación ante la impotencia de unos hechos inexorables agotaba todas mis fuerzas psíquicas. Necesitaba un control de mis emociones, era necesario aceptar la ausencia de Juan, pero por más que lo intentaba no lo conseguía.
Estaba ya muy cerca de Santander. En Torrelavega enfilé la autopista.
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