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Las casas de los balcones bonitos estaban ya edificadas. Así las llamamos Juan y yo la vez que estuvimos en Palencia. Entonces los edificios todavía estaban en construcción. Ambos permanecíamos haciendo comentarios sobre la especial arquitectura, sentados en la terraza de aquel mismo bar en el que, ahora, me encontraba sola. A los dos nos gustaron las casas; recordaba como comentamos si sería oportuno comprar uno de los pisos. Palencia era una ciudad tranquila, llena de esa calma que tanto deseábamos pero finalmente la idea no cuajó, ya teníamos la casa del pueblo de Cuenca heredada por Juan y todo se olvidó.
Pensando en mi peregrinaje desde que salí de Madrid, comenzaba a resultarme curioso el camino que estaba haciendo. Si prestaba atención al itinerario, observaba que era idéntico al realizado con Juan en diferentes etapas de mi vida. Como si cada ciudad que visitaba tuviera algo especial que decirme, algo que recordarme de los años pasados a su lado, pero no acertaba a descubrirlo. A partir de aquel momento, debía prestar más atención a todos los acontecimientos, tal vez el destino quería contarme algo olvidado o que no conocía.
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Después de la muerte de la madre de Juan fue cuando comenzamos a tener un respiro económico que tuvo consecuencias. En el cumpleaños de aquel año me regaló el Clio. A partir de aquel momento fue cuando empezamos a viajar en cuanto disponíamos de unos días libres. Recuerdo aquella época como una de las más bonitas de mi vida. Recorrimos España de Norte a Sur, de Este a Oeste y siempre acompañados de la misteriosa pasajera clandestina de la que Juan siempre decía que le “caía bien” aunque la ignorara porque era mejor – decía – “dejarla tranquila”.
Aquellos evocadores pensamientos, me ocasionaron una sonrisa y esa comprensión de que todavía conservaba la capacidad para la alegría, me animó. Seguro que llegaría a vencer aquella inmensa tristeza que era la dueña de mi persona desde el fallecimiento de mi amado Juan.
El año de las vacaciones en Palencia no estuvimos solos. Nos acompañaron Luis y Silvia. Decidimos viajar en dos coches puesto que el Clio podía resultar incómodo para los cuatro por lo que ellos condujeron su Seat Ibiza y Juan y yo nuestro pequeño y amado Clio. Era muy divertido mirar el mapa y quedar en un pueblo determinado, donde una vez reunidos, descansábamos a tomar una bebida o a comer si la hora era la adecuada.
Luis era zoólogo, lo mismo que Juan, compañeros de la Facultad y quisieron ir a Cervera de Pisuerga, un pueblo de la provincia de Palencia, porque tenían información de la existencia de una pareja de osos que merodeaban por los montes de Peña Prieta y deseaban verlos para sacar alguna fotografía si las circunstancias les eran favorables. A Silvia yo no la conocía demasiado, precisamente hicimos amistad aquellos días de vacaciones en Palencia.
Nos instalamos en una casa alquilada a unos amigos en Cervera de Pisuerga y mientras nosotras nos bañábamos en los embalses después de dar una hermosa caminata entre robles, pinos, hayas, álamos y encinas que nos dejaban con un enorme deseo del chapuzón que nos esperaba, o bien en la piscina del pueblo el día que no nos encontrábamos con ánimos de caminar, los dos maridos hacían sus correrías por los montes, aunque acabaron defraudados pues, a pesar de las largas y exhaustivas expediciones, no consiguieron su objetivo. Los osos no aparecieron por ninguna parte, sin embargo, ese pormenor no estropeó nuestro buen humor, es más, fue motivo de divertidas conversaciones cuando salíamos a dar nuestros paseos nocturnos después de las cenas en algún mesón o Restaurante que acostumbrábamos a frecuentar. No podía olvidar tampoco, el paseo entre bosques para admirar el Roblón de Estaleya. Un roble de 700 años de antigüedad y 11 metros de perímetro que nos dejó maravillados ante aquella hermosura de la naturaleza.
Sentada en la terraza del Bar, inmersa en mis recuerdos, no me percataba de las miradas de algunos hombres que al pasar frente a mí, volvían la cabeza con insistencia. De nuevo ese nimio detalle me enfureció. Sabía que mi piel tostada por el sol destacaba con los tonos amarillos del nuevo conjunto que llevaba puesto pero, no sentía ningún deseo de ser admirada por otro hombre que no fuera Juan. Ya nunca podría volver a ver sus ojos posados en mí ni volvería a oír su voz alabando mi aspecto, lo bonito de mis ojos, lo atractivo de mi piel. No, no permitiría que nadie usurpara su puesto.
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