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El trayecto hasta Salamanca se hizo largo. Sólo la travesía de los pueblos con sus extraños nombres distraían la monotonía de la conducción por un paisaje llano de campos agostados a ambos lados de la carretera y, de vez en cuando, un grupo de álamos daban la sensación de la llegada a un oasis.
Cuando faltaba poco para llegar a Salamanca, uno de los letreros indicadores, me advirtió de la cercanía de Alba de Tormes y decidí descansar un rato en el pueblo. Giré a la izquierda para dirigirme hacia Peñaranda de Bracamonte y a las doce aparcaba el Clio cerca de la iglesia de la Anunciación de las Carmelitas de Alba de Tormes. No era la primera vez que estaba allí. Recordaba vagamente algún viaje con amigos, antes de que Juan y yo nos casáramos, donde, después de visitar las antiguas iglesias, compramos algunas piezas de cerámica popular. Mientras subía por la cuestecilla hasta la Plaza donde está el Monasterio en el que se venera el sepulcro de Santa Teresa recordaba toda aquella vida pasada.
Aun siendo muy perceptible la espiritualidad en el ambiente del pueblo, al entrar en el templo noté un cambio brusco. Aquel silencio sobrenatural, la mística soledad, llenó mi alma de una profunda tranquilidad beatífica. No había nadie en el interior, sólo el canto gregoriano de las monjas de clausura, imposible de adivinar su procedencia, aumentaba la beatitud. Mis pasos resonaban en el templo cual si fueran las pisadas descompuestas de un gigante y me senté en un banco sin conseguir articular una oración. En aquella celestial soledad, sólo pude vaciar mi mente de preocupaciones y el espacio libre conseguido, ahora limpio de inquietudes, lo ocupó por completo la fuerte energía que se expandía por el lugar hasta adueñarse de todo mi ser.
Así, en aquel éxtasis, estuve no sé el tiempo sin apercibirme de los pasos de un fraile que me avisó del cierre de la iglesia. La calle, solitaria, me invito a pasear despacio hacia el río. Me sentía transformada, llena de paz. Apoyada en la barandilla del puente, observé ensimismada como corría el caudal del Tormes mientras comparaba los momentos experimentados en el templo con aquellos intentados conseguir unos cuantos meses atrás, cuando asistí a unas clases de Yoga.
La vecina del segundo piso de nuestra casa de Madrid fue quien me aconsejó la asistencia a las clases. Apenas la conocía. Era una señora mayor, muy silenciosa, poco dada a conversaciones. Un día coincidimos en el portal y cuando se acercó para darme el pésame, me habló muy suavemente, con unas palabras que fueron las únicas, entre tantas como había oído, con las cuales sentí algo de consuelo.
-Sé que no hay palabras que sirvan para consolar en estos momentos- me dijo al tiempo de acariciar mi mano que tenía cogida entre las suyas -pero debe sobreponerse. Haga meditación, vaya a unas clases de Yoga, pruébelo.
No dijo más. Me dio unas palmaditas en el dorso de la mano, un pequeño apretón y continuó su camino. Aquello me dio que pensar. Necesitaba ayuda para superar la pérdida de aquel amado compañero y busqué en un periódico anuncios sobre la materia. Llamé por teléfono al Centro que me pareció ofrecía más garantías y me inscribí a las clases. Y sí, fueron eficaces. Aprendí a manejar la mente, a poner en su sitio los pensamientos enredados y a controlar la respiración, pero cuando llegó el verano, creída de mi capacidad para gobernar mis sentimientos, me fui a Cuenca. Allí, en aquella casona vieja, los recuerdos deprimentes resurgieron y volví a perder el dominio sobre mis pensamientos. La tristeza, la indeferencia por todo cuanto me rodeaba, la impotencia ante los sucesos inevitables, la amargura que me ocasionaba la falta de la compañía de Juan. Su comprensión, su bondad que ya no encontraría nunca. Su voz acariciadora hablando sobre aquella casa antigua que olía a moho con la que siempre bromeaba como la herencia de una tía soltera y desconocida de la cual él era el sobrino preferido. Todo aquel cúmulo de pequeñas intimidades tan amadas y ahora perdidas irremisiblemente, dieron al traste con mi proceso de superación.
Avergonzada de mi misma, sequé las lágrimas que goteaban en la barandilla. No quería llorar, no quería sufrir. Odiaba aquel sentimiento de frustración que no conseguía reprimir. Indignada con mis propios sentimientos, di media vuelta para dirigirme hacia donde tenía el coche aparcado. El reloj de pulsera marcaba la hora de comer. Me acercaría hasta Salamanca y allí terminaría de pasar el día.
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