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El día era claro, soleado. La tarde comenzaba a llenar de gentío las calles de la antigua ciudad castellana después del descanso posterior al almuerzo. La mayoría eran turistas, fáciles de reconocer por sus espontáneas vestimentas y sus caras desorientadas. Me sentí anónima entre toda aquella variada muchedumbre y eso me alegró. Nadie me miraba. Nadie conocía los hechos de mi existencia. Seguro que no había quien se preguntara por qué estaba allí, paseando sola por las añejas calles. A mi alrededor, jóvenes o mayores, todos iban en grupos o parejas y al verlos, la añoranza, la soledad volvió a estrujar mi corazón.
A Juan lo conocí en la Facultad. Daba clases de Zoología. Físicamente no era un gran tipo pero me enamoré de su interior. Comencé a fijarme en él por el trato que daba a sus alumnos. Siempre amable, atento, dispuesto a cualquier consulta, a solucionar el más mínimo problema. Era bastante mayor que yo. Nos fijamos el uno en el otro un día cuando coincidimos en la cafetería de la Facultad. Después las cosas se precipitaron. El día del fallecimiento de mi madre le comuniqué me habían ofrecido un trabajo de Secretaria, por lo tanto, dejaba de estudiar. Debía ganarme la vida. Ya había habido muchas conversaciones entre los dos y ambos conocíamos la mutua atracción. Una tarde, lo encontré a la salida de la oficina, charlamos, poco tiempo después me propuso matrimonio. Aquel día fue el más feliz de mi vida, era cuanto deseaba.
Siempre aprecié el respeto mutuo que tanto nos había unido. Nunca nos forzamos el uno al otro en ninguna circunstancia. Nos amábamos mucho, pero éramos individuales. Cada uno aceptaba las necesidades propias del otro, sus mutismos o secretos. Sin enfados ni exigencias. Nunca los hubo entre nosotros. Durante todo el tiempo de convivencia nos unió una firme y comprensiva confianza.
Una pareja joven que paseaba el cochecito con un bebé, distrajo por unos momentos mis pensamientos. Juan y yo no tuvimos hijos pero eso no fue un obstáculo a nuestra felicidad. Jamás nos preocupamos en pensar por qué eso no sucedía. No importaba. Nada nos empujaba a extender hacia otro ser el amor que nos unía. Tal vez por eso, ahora lo echaba tanto en falta. Me había quedado sin nada en donde liberar mi cariño. Un cariño acumulado en mi corazón sin posibilidades de consuelo. Ya no podía demostrar ni recibir amor.
Comenzaba a refrescar. La tarde declinaba, los colores irisados del anochecer veraniego, cubrían lentamente la ciudad que, paradójicamente, se hacía más ruidosa.
Comencé a sentirme cansada, con ese agotamiento anímico producido por las desgracias no superadas. Buscaría un Hotel para pasar la noche y, al día siguiente, continuaría viaje. Todavía no sabía donde iba. Todavía no sabía lo que buscaba.
Del equipaje guardado en el maletero del coche saqué una chaqueta de algodón de manga larga con la que me resguardé del fresco del anochecer. Mientras me la ponía vi en la esquina de un edificio, unos cuantos metros calle abajo, el anuncio vertical de un Hotel. No tenía mucho que andar.
SIGUE