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La cama resultó cómoda. Me dieron una habitación de matrimonio, la única libre y después de una noche de relajante descanso, me levanté sin prisas, me duché y antes de vestirme con la ropa adecuada, miré a través del balcón para ver el tiempo que hacía. El día estaba un poco nublado, por lo tanto, escogí un jersey de perlé azul claro de manga corta con una chaquetilla haciendo juego. Cambié los vaqueros usados que, doblados, ocuparon el fondo de la maleta, por unos azul marino de corte más femenino y por si acaso lo necesitaba, me hice también con un chal estampado en colores crudo y añil. Al mirarme en el espejo descubrí, sorprendida, que tenía el pelo castaño con bastantes hebras blancas surgidas en muy poco tiempo y, además, demasiado largo. Busqué en el neceser una moña elástica para sujetar el cabello en la nuca y volví a contemplarme en el espejo. Satisfecha con mi imagen, cerré la maleta dispuesta a abandonar el Hotel no sin antes desayunar en la cafetería. Cuando me senté al volante del Clio, ya mediaba la mañana. Me sentía fresca, limpia y saludable.
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La salida de la ciudad indicaba Zamora hacia la izquierda y Valladolid hacia la derecha. Dejándome llevar por la intuición y creo que también puedo decir, por los recuerdos de mi estancia con Juan en aquella ciudad, me decidí por la última, la N-620.
Valladolid era una ciudad que no conocía a fondo; había estado varias veces con Juan aunque casi siempre de paso. En realidad como todo el recorrido del momento actual. La única diferencia consistía en que, entonces, conocía el destino final, en aquel momento presente, parecía impredecible.
Antes de ponerme en marcha comprobé el depósito de gasolina, estaba medio vacío, debía de estar atenta al paso de una gasolinera. Según la guía de carreteras faltaba algo más de cien kilómetros para llegar a Valladolid. No era mucho.
Cuando ya me encarrilé por la carretera Nacional, puse en el cassette la cinta de Vangelis. Me gustaba su música. Armonizaba con la hora de la mañana, el ambiente ligeramente nublado y la temperatura tibia, sin embargo, a los pocos minutos me vi obligada a pararlo. Aquellas notas me unían demasiado a la compañía de Juan y ese sentimiento de añoranza que no conseguía controlar, me enfurecía. Continuamente estaba presente la amargura del recuerdo. Intentaba convencerme a mí misma de la dificultad en olvidar tantos años de profunda unión, pero la idea no me consolaba. Para evadir el recuerdo, conecté la radio, cambiaba emisora tras emisora sin conseguir ningún alivio, la amargura seguía presente y opté por apagarla. Se hizo un silencio sólo roto por el ruido del motor que sonaba demasiado fuerte para ser normal, esto me hizo recordar la escasez de combustible en el depósito, no debía olvidarlo, me preocupaba un poco el coche y aquel detalle, aunque no era agradable, fue la única evasión a mis tristes evocaciones.
Al salir de Salamanca, aparte de haberme costado hacer entrar las marchas y la necesidad de llenar el depósito, comprobé que el coche perdía algo de aceite. Y ahora, el extraño ruido del motor. Esperaba que no surgieran problemas.
En una gasolinera de un pueblo desconocido con nombre muy raro, -siempre había pensado que los nombres de los pueblos de España resultaban, como poco, sorprendentes- cargué combustible y aproveché para llenar el depósito de aceite. Más segura, continué camino.
El sol comenzó a lucir, el tiempo era caluroso pero, al llegar a Tordesillas, unas nubes grises amenazaban lluvia. No paré. Aquel pueblo, aun con la certeza de no ser justa en mis apreciaciones, no me gustaba. Siempre me había causado una sensación de desolación y no tenía el ánimo para eso. No comprendía por qué sentía esa desagradable emoción en aquel lugar. Tal vez era porque las dos veces de mi visita fue en invierno, hacía un frío glacial, las calles estaban desiertas como si fuera un lugar abandonado por sus habitantes en el que sólo se oía el graznido de los grajos mientras sobrevolaban las antiguas iglesias o, tal vez, porque me identificaba y comprendía la trágica locura de la amante Reina Juana que acabó su triste vida cautiva en aquella ciudad. Fuera como fuese, aquel no era un sitio que complacía mi ánimo en aquel momento y huí lo más rápidamente posible.
Al mediodía entraba en Valladolid. Seguía nublado. Era hora de comer y recordé un Mesón en el Paseo de Zorrilla donde, en cierta ocasión, había cenado con Juan.
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ImageShack.usESTATUA DE DOÑA JUANA. LA REINA LOCA DE AMOR QUE ACABÓ SUS DÍAS ENCERRADA EN EL PALACIO DE TORDESILLAS.