ACUARELAS COLONIALES
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NOVELA.
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por Alejandra Correas Vazquez
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EL ROSARIO
Acuarela treinta y Seis
La Oración enrojecía el horizonte cuando los cascos de tu airoso overo, picotearon al llegar, el adoquín del patio, con tu metálico sonido a espuelas contra la piedra.
Tus pasos se oyeron rodeando la casona, y tu presencia rápida se vio en la galería, donde la peonada de la Merced circundaba en aro, de pie, con el sombrero en la mano. Sus mujeres estaban con largas mantillas tejidas por ellas, mientras en la cabecera nuestro padre, rosario en mano, dirigía la oración del día viernes.
Te colocaste junto a él, con tu estampa juvenil, y discretamente la peonada sin levantar la cabeza ni trasuntar gesto alguno, espió tu nueva figura de traje varonil. Ninguno de ellos te había visto con tu larga toga de estudiante, junto al Calicanto, ni palpitaría nunca el hálito monacal de los majestuosos conventos de piedra habitados por eruditos.
Pero en la penumbra envolvente que nos iba arrollando el rosario de los viernes, en la Merced, sus figuras mansas y sedadas de cansancio a esa impasible hora, conformaban un cuadro emotivo. Compartían juntos el Rosario de mi padre y su voz bien templada, creaba una atmósfera común con aquella otra, la de esa misteriosa ciudad monasterio en la Córdoba jesuítica, que habíate retenido durante dos años completos.
Virilmente nuestro padre entonaba el Padrenuestro, las Ave Marías, el Gloria… y un coral le respondía. Todos coreábamos… quebrando el silencio del atardecer, mientras las últimas luces violetas deformaban el horizonte perlado. Las cuentas labradas de su rosario de plata eran aquellas mismas que papasito Cirilo, nuestro bisabuelo, sobaba entre sus huesudos dedos en los días no lejanos de nuestra infancia.
Era la misma multitud de peones con su familia. Sólo la banqueta de caña de Ermenegildo, que ya nadie usaba, vacía ante su ausencia, estaba allí solitaria pero presente. El tenía el derecho de permanecer sentado cuando ya más que centenario, se arrastraba los viernes a esa hora del rosario y sin que nadie pudiera impedírselo,.Llegaba hasta la galería de nuestra casa, donde él rezara el rosario de los viernes su vida entera, a la misma hora, para los distintos Cirilos.
Cuando el coro respondió la oración última, llegó Tobías con su lámpara y se colocó junto a mi padre, del lado opuesto al tuyo. Al irse retirando los asistentes al Rosario, saludaron uno por uno, y luego de alejarse ellos lo hicimos nosotros.
Fue allí de pronto cuando palpé tu ausencia, tu deserción del núcleo interno de la casa. Y me sorprendió la indiferencia de mi padre, adusto siempre, a tal hecho. Ahora te quedabas junto a los hombres. Habías pasado el límite mío.
Pero no estabas en el tuyo todavía. Aún podías platicar y reír con los peones serranos que te palpaban en el hombro, recordando al niño incontrolable que llevaban en las ancas de sus caballos. Todavía vivirías ese espacio de tiempo tan rico y despreocupado, por el que nuestro padre y el mayordomo Tobías velaban… Pero yo ya no podía acompañarte entre el gauchaje.
Aún faltaba mucho para que adquirieras la honorable y simbólica figura de Don Cirilo, heredada de la misma tierra. Por los mismos elementos ancestrales. Sobrevivencia de los pueblos que se expandía, por la patriarcal vida de las Mercedes cordobesas, sobre la serenidad incólume de sus praderas. Donde la historia había vuelto a su cauce original, pasando por arriba de nosotros mismos.
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