ACUARELAS COLONIALES
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NOVELA
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por Alejandra Correas Vazquez
VERANOS LATINISTAS
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ACUARELA DIECINUEVE
Don Dionisio era grueso, algo calvo y de piel mate, pero con ojos muy claros e inquisitivos. Hombre de lectura y bases latinistas, ocupaba además entre nosotros el papel de pedagogo. Con él entraban en nuestra casa los claustros del Monserrat cordobés y la universitaria Chuquisaca.
Durante largas semanas veraniegas cuando los grillos cantaban en un son incansable, Don Dionisio preparaba tu ingreso al Colegio de nuestra señora del Monserrat, con sus clases en lenguas clásicas. Córdoba, la ciudad de los Jesuitas, era todavía entonces para nosotros —niños montaraces— un mundo desconocido. Con su imagen de lejanía, cuyos claustros no amenazaban aún con privarte de la sierra natural, ni quitarte de mi lado.
Hubo períodos en que el sacerdote quiso aislarse contigo, pero le fue más difícil gobernar tu mente en soledad, que cuando estábamos juntos a tu lado... aunque fuese cabeceando. Dionisio había optado, para lograr tu mansedumbre, en enseñarnos a todos alternativamente. Acompañados por Ambrosio y Santito (su sobrino, hijo de su hermano Don Santos). O sea, prefirió reunir de esta manera a todos los elementos que podíamos distraerte, encerrándonos en conjunto en la misma habitación, a fin de lograr tu disciplina.
Yo nunca pasé de “Puer”. Santito logró el sacrificio del primer verano junto a su tío. Pero no regresó más, hasta ser un joven adulto y apuesto. Tu latín y tu griego eran elementales, pero bastaban para producirnos somnolencias infantiles, que calmaban nuestros deseos de interrumpirte.
Ambrosio, quien debía reemplazar a su padre Gervasio en el futuro, para adquirir buena caligrafía y leer facturas y correspondencia, era de una indolencia absoluta. En aquellos días exageraba su obediencia a Tobías, acumulando responsabilidades que jamás antes había concretado, y sufría una evidente transformación frente a su abuelo. El mulato viejo y remolón —que nunca había llegado a leer en forma correcta— no ayudaba en absoluto a la ilustración de su nieto.
El griego y el hebreo te divirtieron con sus exóticos dibujos, que eran un enigma sorprendente para toda la familia. Pareciera como si el cura Dionisio se hubiera propuesto convertirte en calígrafo, apoyado por las notables posibilidades que le ofrecían tus habilidades manuales. Nunca sabremos qué utilidad te prestó en la vida mundana, ese preciosismo que fomentara en ti, el erudito sacerdote.
Aquellos días te ponías muy pálido y perdías apetito. Es decir, comías mucho menos de lo que comías habitualmente, que era muy poco. Ramona imprecaba deseando la partida pronta de Don Dionisio para verte de nuevo rozagante. Eufórica como pocas veces, lo que era raro en la vieja india, la veíamos saludar alegre en bienvenida al tío Silvano, con cuya llegada no había ya aislamiento posible, ni posibilidad de seguir el estudio.
El propio Dionisio sentíase avasallado por el movimiento vital de Silvano, que conmovía su pesadez inerte, convirtiéndolo en una persona distinta. Y comenzaba con su arribo, el despliegue de una nueva energía. Silvano poseía ese don, el de adivinar el momento ideal para su llegada. Su aparición tenía algo de teatralizante, y las costas de Arica con sus sales orientales volcadas por el Océano Pacífico, nos sumergían en imaginaciones ignotas.
Lo necesitábamos perentoriamente, luego de aquellas semanas de cautiverio latinista, porque él nos devolvía al esplendor de la naturaleza.
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