ACUARELAS COLONIALES
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NOVELA
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por Alejandra Correas Vazquez
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EL GAUCHAJE
Acuarela Treinta y Siete
El gauchaje era más una expresión de vida, que una expresión de origen. El gauchaje absorbía las distancias, más allá del escenario de nuestra casa. Pero la simbiosis que ofrecía a los tiempos, se diferenciaba en cada uno, y nada común parecía tener con nosotros.
Arisco mestizo sin tribu y sin mansión. Fiel defensor del espacio donde galopaba… Igual que defendía su rancho, su China mestiza como él, su aljibe de agua pura, su horno de pan casero, sus cabras para hacer el rico quesillo, su gallinero, sus mulas y yeguarizos. Tenía su “propiedad” dentro de la inmensa Merced que nos pertenecía.
El gauchaje nos cohibía. Estábamos con él, compartiendo la fresca serranía y no lo estábamos al mismo tiempo. El gauchaje era del viento, de la inseguridad, de la irregularidad. Y en esta incontinuidad de hombres libres, realizaba su tarea de peón, y transcurría su vida deambulante que nos circundaba. El gauchaje era la peonada, pero no era propiedad de nadie y nadie lo retenía a la fuerza.
El gauchaje que me cohibía y habría de transformarse para mí, como dama de la casa, en una entidad prohibida, era para la Merced el elemento insustituible. La habilidad para todos los manejos del campo sobresalían en él. Noble y casi salvaje. Leal e íntegro. Respetuoso. Sus ranchos de piedra o adobe eran limpísimos, barridos y baldeados.
El gauchaje era el héroe de nuestros campos, la energía de nuestra Merced, y ambos parecían sucederse sin límites e identificarse, como si la naturaleza pétrea, vegetal y animal, no tuvieran límite entre sí. Como si fueran una sola raza y todas a una, emitieran un sello único.
Su presencia nos atemorizaba y nos protegía. Estábamos allí porque ellos estaban. Como ellos estaban porque se respaldaban en nosotros. Nos necesitábamos de igual manera, por las mismas razones esenciales que unen a la naturaleza con los hombres.
El Gauchaje nos cohibía y nos protegía.
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