ACUARELAS COLONIALES (NOVELA - Entrega 17)
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por Alejandra Correas Vazquez
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AIRES de PORTUGAL
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ACUARELA VEINTE
Un verano de lujuria silvestre, con una primavera regular, insólita en nuestra sierra, que nos ofrecía el don de frutales madurados en su época, Don Dionisio presentóse acompañado por su hermano Santos.
Llegado de la ciudad de Córdoba junto al Calicanto, al pie del Colegio jesuítico, Don Santos era una personalidad muy importante dentro del Cabildo. Apuesto gentilhombre fue homenajeado por nuestro padre e iluminó con su prestancia cívica a mamasita Aurora, de quien se hizo desde el principio asiduo amigo.
Ambos hermanos, en el papel que cada uno representaba dentro la sociedad cultural cordobesa, adonde estaban entroncados, reflejaban el acervo lusitano de sus antepasados —quienes fueran marinos y cartógrafos de Portugal— tanto como del escudo nobiliario que lucían en sus anillos de sello.
Siempre se dijo en esta provincia del Tucumán, que los portugueses incorporados a ella por el Rey Felipe II (su rey como asimismo nuestro) habían sido elegidos entre los de mayor alcurnia. Nunca se ha dicho que hubiera una superioridad de portugueses sobre españoles. Pero sí que la gente de Portugal enviada a las colonias, procedía de una clase más destacada en lo cultural, beneficiándose así con el arribo de ellos, al Tucumán. Don Dionisio y Don Santos parecían explícitamente responder a todo ello en sus modales, sus conocimientos, su conversación y su elegancia.
Don Dionisio nos parecía a nosotros desde siempre, una entidad de tipología sacerdotal, con “aroma a Suquía”, como llamábamos en las Mercedes a los universitarios de la ciudad de Córdoba, por el río Suquía junto al cual se halla edificada. Personalidad erudita, próxima y lejana a un mismo tiempo. Lo teníamos cerca pero era intocable.
Recién palpamos su orgullo nobiliario cuando llegó con Santos, quien con su esbeltez altiva, de aristocracia lusitana, conmovió nuestra apacible estructura serrana. Y mamasita Aurora sintióse transportada por su intermedio, de regreso a su Lima añorada de Marqueses y Virreyes.
Santos, como todos los portugueses de la Córdoba jesuítica, era un devoto católico, cabildante minucioso, observante de las leyes de la Real Audiencia de Charcas y viajero constante al Alto Perú, que deseaba combinar sus actividades comerciales con las de nuestro padre.
Y como todos los lusitanos de nuestra provincia del Tucumán, era sospechado de “marranismo”. O sea de ser un converso, un bautizado circunciso “cristiano nuevo” como se les llamaba. Esta creencia era generalizada en el ambiente social cordobés, donde además estaban preocupados con la importancia creciente de los lusitanos en el Cabildo.
Sospechado de marranismo, o sea de judaísmo, Don Santos era un devoto católico y lo manifestaba en forma insistente, Su catolicismo era exagerado. Ello daba a las “lenguas” una señal más de duda, pues decían en el Tucumán que los conversos habían renunciado a una religión, pero no lograban adquirir a pleno la siguiente. Fue muy complejo para ellos la devoción a vírgenes y santos, nacidos humanos. Y se volcaron con mayor pasión al contenido ceremonial, más próximo a su formación. O sea a procesiones, comuniones, bautismos y misas.
Atento a su doble confesión (judeocristiana) como todos creían que él era, de portugués de la nobleza, Don Santos nos hacía escuchar misa, diariamente, al alba... Dionisio, remolón como Tobías, hombre de libros, de lecturas a la luz de velas toda la noche, bostezaba a esa hora que debía dar la misa impuesta por su hermano. Y se prometía traer un ayudante en el próximo verano.
Pero para tranquilidad suya, Santos espació las visitas en común, y llegó muchas veces en invierno para participar de las partidas de mi padre hacia el Alto Perú, acompañado por su propio guardaespaldas —Sabino— un angola lustroso tan erguido como su amo. Lo que excluía al obeso sacerdote ocupado en ese tiempo con su alumnado cordobés
Sabino con su atildamiento y maneras alambicadas, no hizo buenas migas con nuestro varonil Gervasio, lo que redujo la presencia de Don Santos a nuestra casa en estos viajes altoperuanos. Pero ellos se encontraban allá, como empresarios, llegados en distintas caravanas. Charcas era tan familiar para Don Santos como para nuestro padre.
Don Santos nos atraía. Nosotros no podíamos dejar de mirarlo y admirarlo. Su anillo de sello pasó muchas veces a nuestros dedos entre risas, por la desproporción de tamaño. Tenía marcas de siglos y a pesar de su peso, ostentaba desgaste. Nos preguntábamos por qué no hacía fundir otro, hasta que comprendimos que el desgaste era parte de su orgullo, de su convicción de casta.
Su perfil aquilino, espléndido, mate, de exóticos ojos verdes sería heredado por su hijo —Santito— que algún día, ya mocito, fascinó a mis primas Celia y Ofelia… ¡Y que por entonces era sólo una criatura salvaje que brincaba con nosotros entre los corderos!
Santito tenía en aquella edad muy poco de su nombre y muchos decían que empeoraba tu conducta. En navidades especiales que pasamos juntos, Don Dionisio traía su ropaje de gala adecuado a tal ceremonia, y portaba también dos conjuntos de monaguillos para ustedes.
Recuerdo en especial aquélla en que Dionisio estaba ya en el altar de la capilla, sobre el cabezal de la galería, para la Misa de Gallo. Una peonada completa en sus lugares. Nuestras damas, Abuela, Bisabuela, Madre, Micaela, Genoveva y Ramona, ataviadas de un lujo negro entre mantillas y ropajes de seda china.
Y yo veía como ustedes jugaban aún, Cirilo y Santito, con el arcón de Dionisio, probándose trajes rojos o marfiles, todos en pareja. Por último jugaron con los cistros y cuando Santito encontró uno de madera, que sonaba como una matraca horrible se apresuró a salir al encuentro de su tío. Don Dionisio sufrió durante toda la ceremonia y lo veíamos decirle palabras en voz baja, que sin escucharlas imaginábamos su contenido.
Luego en la fiesta navideña que siguió a la misa de gallo, Santito desapareció entre la multitud campesina. Y Sabino regresó con él tirando de sus orejas, ya gimiendo y castigado, en las horas del alba.
Fue increíble para todos nosotros, el apuesto galán que algún día conquistaría a nuestra prima Ofelia.
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