El curioso caso del hombre desconocido

Un hombre de un conocido pueblo, que sufría de cleptomanía fue arrestado decenas de veces, este partió de su pequeña morada. Dejando atrás los insultos y expresiones peyorativas que acompañaban en los carteles con su imagen de "Se busca"; pues más allá de la cárcel los letreros con historias de sus pillerías eran mostrados al público y mantenidos para siempre.

Harto de su suerte salió en busca de una nueva imagen, un nuevo sendero; por tanto una nueva vida. Caminó quince incesantes días por trochas, desfiladeros, pantanos, y hasta acampó en lugares donde su especie desprotegida de armas no es más que una vulnerable presa al antojo de animales salvajes. Luego de su larga travesía quijotesca llega por fin a un pueblo más pequeño que el suyo, de al menos dos mil habitantes. Sin estar presente en el mapa, sin siquiera tener un nombre.

Empezó rodeando todo el pueblo antes de decidir quehacer; entonces observó que las casas eran pequeñas pero bellas, limpias y ordenadas. El pueblo había sido bien diseñado: lo ríos encausados, las lagunas limpias y los techos de la casa tenían siembras ornamentales. En este lugar nadie lo conocía, no tenía que agachar la cabeza por rumores de su antigua vida. Tampoco había comisario ya que no existía el crimen, ni la delincuencia, mucho menos cárcel; donde en sus recuerdos sumaba la mitad de su vida

No tardó mucho en ver que una casa destacaba por ser la única abandonada del pueblo: estaba sucia, con la madera apolillada y las ventanas rotas, por las que podía ver que algunas cosas que yacían dentro. Aquello le despertó sus deshonrosos deseos de la vida turbia del cual quería escapar, y siguiendo esas palpitaciones de sus fuegos internos entró por la puerta y retiró los floreros de la meza y unos libros. Salió a velocidad de zorro y escapó rápidamente del pueblo, se cobijó a los pies de una montaña, entre árboles y enormes piedras. Nadie lo vió, ni notó su presencia.

Al día siguiente campante y sonante caminaba erguido por el pueblo, parándose en las esquinas esperando escuchar algún rumor de las viejas chismosas de la zona; sin embargo gran fue su encanto al ser saludado y bien tratado con sonrisas amigables y personas que lo trataban como vecino. No perdió mucho tiempo y en el ocaso embarcó un segundo hurto a la vivienda señalada; cogió un par de botas, una meza plegable y sacos finos extraídos del ropero. Esta vez lleno de confianza salió caminando y escapó sin problemas al lugar que había improvisado en el bosque a las afueras del pueblo. Pasó la noche ahí, intentando acostumbrarse a los ruidos de animales salvajes, entre ellos, el canto de los sapos.

Al tercer día volvió a suceder lo mismo, rondó el pueblo, vio los rostros de otros vecinos, se comprendió con leves saludos o preguntas cortas y una vez llegará la oscuridad marcho para la casa para sacar algo bien más de valor que tenía marcado; ingresó como si fuera el dueño y se llevó entre manos frazadas, un vino añejado 50 años y más ropa. Un vecino octogenario se le paró en frente al salir y le dijo: Usted debe ser el señor Lambarg, es un honor tenerlo aquí. Le tendió la mano y continuó su camino.

Al amanecer el hombre pasó por la casa en cuestión y se paró a las afueras, la gente que pasaba lo miraba, sonreía y le saludaba gustosamente; este se sintió en casa y supo que algo debía hacer; entonces recogió sus cosas en el bosque, las regresó día tras día, ordenó y pinto todo para adueñarse totalmente de ella. Se vistió con la ropa que tenía en el armario (la del señor Lambarg) y entre acomodar los muebles pesados notó que había una enorme caja fuerte empotrada en la pared; logró abrirla con una pata de cabra y encontró lingotes de oro ¡Saludo de felicidad hasta las termitas gordas que devoraban la madera! Ahora no solo tenía una imagen nueva, sino que poseía oro. Entre cantos grandilocuentes y una felicidad que lo embriaga decidió quedarse para siempre, se enamoró de una mujer del pueblo y tuvo hijos. Pronto con sus lingotes de oro que vendió, preso de las mieles del éxito construyó puentes, veredas, centros de asistencia, y embelleció el pueblo hasta los límites. Pasó de ser un cleptómano, a ser materialmente generoso.

Los pueblerinos buscaron crear una autoridad para ellos, celebraron sus primeras elecciones que ganó para alcalde este bondadoso señor del cual se sabía su nombre antes de conocer su presencia. Gobernó e hizo muchas obras más; por cual su rostro se esculpía en cada estatua de las calles principales. Muy pronto el pueblo que no tenía ni nombre se empezó a conocer en toda la nación; ya estaba en el mapa y todo caminante forastero que pasaba cerca no podía dejar de ver un enorme letrero con la imagen del alcalde que decía bienvenido al pueblo Lambarg.

24-06-2019

Jiji gracioso.

Gracias

Un cuento ejemplarizante. Creo que las sonrisas y la buena atención de sus pobladores hizo que el hombre no volviera a sus viejas andanzas y salió beneficiado.

Felicidades

Una atractiva historia, amena lectura.
Nilda

Me enganché con la lectura, es fantasioso pero da un ejemplo de cambio de vida cuando nos sentimos apoyados y respetados, de ladrón a alcalde pero con buenas intenciones para el pueblo, lo que no se puede decir a veces de los políticos de la realidad, me gustó.

Hola Xandro: Me uno al comentario de poesiacarnivora.
El cuento es bueno, y podría ser excelente con un poquito de cuidado. No sólo la ortografía, sino que ciertas frases que se pueden construir mejor, un ejemplo:
y acampó en lugares donde un hombre sin armas no es más que una vulnerable presa al antojo de animales salvajes. Luego de su larga y quijotesca travesía llegó, por fin, a un pueblo más pequeño que el suyo, de no más de dos mil habitantes, tan desconocido que no tenía nombre y ni aparecía en los mapas.

Y en el caso se la acotación de poesiacarnivora, basta con cambiar un par de palabras, agregar otro par y cobra un sentido más claro: Pasó la noche ahí, intentando acostumbrarse a los ruidos de los animales salvajes, y el aturdidor e incesante croar de los sapos.
Bueno, ánimo, tienes buena pluma, quizás te convenga leer más, se aprende muchísimo de otros autores, especialmente los clásicos que tenía una redacción exquisita, o los latinos de hasta 1960, que son fabulosos; uno de mis favoritos, Rómulo Gallegos.
Bendiciones para ti.