El TREN
Se despidieron en la estación de tren. Una gran llovizna caía, mientras Mercedes llevaba el paraguas con el que se protegían. Querían alargar esa despedida, y los dos eran cómplices del juego; la una preguntaba con mil enredaderas dudas de no sé qué y cuál, Prometeo la contestaba en un abrazo eterno de respuestas en las que nunca quería despedirse. Eran cómplices. Y no podían, y no querían; estaban, sin poder evitarlo, en ese juego del amor. Y no paraban de alargarlo, como una goma que se estira y se estira, y se vuelve a estirar y llega hasta el imposible, hasta que no se puede alargar más. Entonces, todo es rápido. Y el Adiós surge. Él se metió en el tren que lo esperaba.
Tan rápido como unos segundos, lentos de imágenes, en los que él se sentó en su sitio, y, desde la ventana, moviendo la mano de lado a lado, enterró la eterna despedida. Sonó el ruido que rechinó y rompió a la eterna despedida, y la locomotora fue cogiendo la vía a su medida y huyó por ella. Lentamente, se sumergió en el acero y, rápidamente, fluyó por él hasta que el fuego de la máquina la hizó como un rayo que escapó en el horizonte, en un punto indefinido.
El viaje debía ser corto, eso esperaba él. Los primeros compases sonaron angustiosos por la despedida, pero se fue tranquilizando; aunque con el transcurro de los minutos, fue aflorando una especie de nostalgia a todo lo anterior, y, como el rocío, se fue esculpiendo en sus ojos como olas frías. Durmió ese día bien, aunque hacia algo de frío y la angustia, que tiene ese efecto turbador del sistema nervioso, le impedía relajarse.
Al despertar vio otra vez el sol, el mismo que no vio cuando se despidieron. ¿Cuánto quedaba? No lo sabía a ciencia cierta; como en todo, no hay nada seguro y perfecto a que se rompa y se divida para volverse a construir, sin ser lo mismo que cuando fue destruido. Así pasaron los días. Iguales, pero diferentes. Con el mismo sol, aunque a días con niebla, otros con algo de nubes negras, y con la misma luna con diferentes caras, pero la misma.
No sabía cuántas lunas habían pasado, aunque habían sucedido una tras otras en gran número; se iba alargando el viaje. Conoció a sus vecinos de locomotora. Uno era un vendedor de artículos extraños y que siempre le veía siempre con una sonrisa, la cual decía que era el seguro y una costumbre del vendedor; vendía cosas muy extravagantes como trompetas que eran como el rugido de un elefante, una pulsera magnéticas, que vendía por duplicado a parejas de enamorados, que a veces tenían problemas con otras pulseras de otras parejas, además de otros objetos que a Prometeo le encantaba ver y observar con atención. Le hipnotizaban esos objetos casi de feria.
Otro vecino era el señor Yago que enseñaba una filosofía desconocida y que nadie seguía; sus palabras parecían labradas en versos transcendentales que llegaban a la imagen del mismo cosmos. Decía que todo estaba conectado y, a la vez, separado; que, además, se apresaba cada cosa con la otra a la vez que se pugnaban; y así el mundo se zambullía en un caos ordenado por una mano invisible que se sentía, pero no existía, o, por lo menos, por el término que denominamos existencia, ya que las palabras humanas nos rigen, dominan y nos apresan, pues son simples imágenes y metáforas del mundo y no su esencia, que es imposible de capturar. El señor Yago era un mago de la palabra y toda su magia hipnotizaba y mareaba en las olas del mundo, y, por unos momentos, no sabías dónde estabas.
Alguno más había destacable como el Marqués de Bradomín (Junior, aunque su padre murió hace tiempo). Éste hombre era un seductor, con los ojos, con los gestos y todo, de las mujeres; él las seducía a todo, como una sirena masculina, y las complacía, sin ninguna discriminación, ya que para él el amor no tiene diferencia. Su hermana era más tímida, y sus gestos eran nerviosos, pero toda ella maravillaba a todos; decía ser virgen, y todos lo creían. Su cuerpo sinuoso y lírico engatusaba a toda persona, y se quedaban a contemplarla, encerrada en su camarote, mientras su hermano enamoraba a otra mujer. Su hermana era la sombra de su hermano, pero su copia no, sino una copia del revés, invertida, pero con la esencia sirénica de su familia.
El vagón de Prometeo estaba plagado de éstos seres tan interesantes. Allí, con ese viaje que nunca acababa y el cual empezaba a olvidar cómo y por qué lo empezó, se fueron pasando día tras día, la noche muriendo otra y otra vez. Y la unidad del vagón, del tren, con él se iba acabando; se iban simbiosando. Ahora, ese vagón era el piso de su casa, y el tren su país. E iba olvidando la nostalgia. Todo se desvanecía como una niebla por la que pasa un caminante y que, finalmente, sale de ella.
Pero todo no muere, se esconde, pero no se desaparece; toda energía se transforma, pero nunca se desvanece por completo; el pasado ha escarbado en un rincón, y queda en algún rincón oscuro para ser recuperado en un momento, sin saberlo.
Los habitantes del tren, por unísono, decidieron realizar una fiesta de fin de día, para “celebrar” el fin de las lunas; era un ritual religioso-simbióvital de la vida. Prometeo fue llevando la llama de toda fiesta para calentar el frío de ese tren, que quemaba carbón pero que alumbraba frío, demasiado frío. Él trajo por el vagón la llama; la llama fue llevada a otro vagón y desde ese a otro, así fue como el secreto para calentarse se fue deslumbrando en todo el tren que reía para alejar al frío.
Durante este periodo, Bradomín se fue haciendo más selectivo, y duraba menos con sus amantes; a algunas amantes las dejo en sus camarotes llorando porque él no venía a por ellas. Y fue más de una vez perseguido por sus amores en diferentes vagones, se hizo enemigo de varios habitantes de otros vagones y quedo, sin saberlo, a un bandido del amor, una artista del amor. Mientras su hermana, como su sombra, se fue quedando más y más encerrada en su hogar del tren, y se la veía poco; la gente se fue saliendo de la fila de curiosos que la admiraban, hasta que casi nadie quedaba para verla, a la pobre, que no quería que nadie la viera, por algún miedo estúpido.
Y, en esos días tan oníricos e hilarantes para sus habitantes, en los que el vendedor de objetos extraños ya no vendía ningún artilugio suyo, ante otros más convencionales, y el Señor Yago fue sustituido por otros personajes que vendían filosofías baratas, que eran extracciones pequeñas de la suya, cuando Prometeo, en una noche sudorosa, que iban siendo habituales, soñó de los días de antes del tren. Salió el pasado, sin remedio, aunque sólo un poco, una parte inconclusa y a trozos. Fue en esos momentos en que pensó: “¿Pero cómo, coño, se sale de éste tren sin rumbo, sin final y furibundo?”. Y todo se le anudó a esa pregunta.
En una noche de sorpresas, conoció a un tal Julio Aracil, que tenía mil caretas con las que, por la noche, se cubría. Éste tipo se cubría de nombres diferentes como Don Latino, Caín o Lobo. Pero siempre quería lo mismo, fuera lo que fuera; aunque, a ciencia cierta, no sabía que era, él siempre lo conseguía.
En esa noche en que conoció a Aracil, quiso ver a Mercedes, en un vagón. Pero no era, sino era alguien parecido a ella, que se llamaba Leonor. La vio con el Marqués de Bradomín y le odió con todas sus ganas; y supo, cuando los vio juntos, que no sería suya, y Mercedes estaba, ¿Dónde?, ¿Dónde estaba Mercedes?
Entonces, se fue a la cama, con la cara triste, melancólica, y derrotado todo su cuerpo por un cansancio inefable. Al día siguiente todo cambió, de repente, y se volvió loco. Mientras el tren cogió algo de velocidad. Él fue por los camarotes de ese vagón. Y el tren aumentó algo más la velocidad. Él se acercó al camarote de la hermana de Bradomín y la chilló, chilló y chilló, además se puso a golpear en la puerta, llamándola; ella no lo hacía caso, y lo miraba con pena como sin importancia hacia su persona. Nadie quedaba fuera de los camarotes; el tren estaba en una velocidad cercana a la luz, y, entonces, poco después, paró y cayó de morros Prometeo.
Al despertar de la inconciencia, se encontró que el tren había parado. Ya nadie quedaba en el tren. Nadie. Sólo silencio. Y salió.
La vio sentada en el banco. Pensó que habría venido todos esos días hasta allá para sentarse en ese mismo lugar para esperarlo y, luego, al no llegar el tren, cansada de esperar, sin esperanza, se iría a casa. Habría estado allí durante, ¿cuánto?: 17 milenios, siglos, años o ¿meses? Desde allí no podía verla bien, si la espera la habría cambiado.
Pero no. Sólo habían pasado 18 segundo esperando, pero hubiese esperado la eternidad. Y se lanzaron en un abrazo, luego, en un beso que hubiesen querido alargar hasta el fin del mundo.