Bueno, empiezo en el foro con un texto que ya he publicado en el otro foro, y que considero, por lo menos, decente para ser publicado... Es un relato de un conjunto de relatos, llamado "Historias para no contar"
El Muerto
La estepa castellana vela su cuerpo, desnudo, demacrado y tirado como un perro moribundo; yo le observó, mientras unos cuervos cercenan la epidermis y algunos animales salvajes lo miran, algunos con ansia de carne y, otros, con mirada tierna e insípida propia de los herbívoros.
“Cuando yo falte, aun te recordaré, aunque no haya cielo; me disolveré en mi tierra, y estaré cuando te falte, a ti, las energías. De eso no te olvides”, me decías, y, ahora, los cuervos esparcen tu alma, como el polen las abejas.
El Anacreonte cacique te ha desterrado; y yo sólo te miro, y llora mi cielo, tu recuerdo. Maldito seas; maldita república y tu pueblo, y ¡tus derechos! Ahora, estoy sola, ante tu cadáver que se lleva el viento y no va a dejar ni una huella de tu presencia terrenal, con tu sonrisa tierna, pícara y estúpida, entre ideales y “te quiero, hasta que me muera y no pueda decírtelo ni mostrártelo”, que me decías al oído cercando tu aliento en mi garganta, la cual temblaba contigo. Y estás muerto. ¿Estás, ya, satisfecho?
Me dejas así. Y no hay más. Nada. Los cuervos todavía te están comiendo, y la noche llegará a la mansión de mis sentimientos, y ya no habrá nada, y la nada invadirá tus recuerdos. Tengo ganas de llorar, pero no puedo; cuando quiero llorar, no puedo, pero, seguramente, luego, tendré que llorar. Y tú tendrás la culpa. Y sé que todo es un chumino lírico mío, pero hoy estoy tan dolida que ni puedo recordar que soy una realista redomada, que rumia la basura de la vida.
Tú eras un romántico, pero tu lengua era más rapaz que la de Zola o Clarín. Creo, sin saber cómo,que eras una especie de Flaubert; a tú estilo lo eras. Te han matado, y lo sé. Tú lo sabía. Sabías que ibas a morir, cuando entraste en casa, a las tantas, y me dijiste eso, como un epitafio. Mal nacido te llamaban tus asesinos, asentados en el burdel, con esas fulanas que dicen que violaste; y, luego, lo fueron diciendo por ahí, tratándote como a un cerdo. Para cerdos, el señor Raimundo y el cura. El primero por cabrón, y el segundo por demonio, a esos demonios a los que combate. Fue un maldito encubridor, su mano izquierda, la que se esconde detrás. A ese le dejo sólo la soledad de saber su crimen, la epifanía moral.
Nos casó mi primo el cura, y casi le da un ataque, por lo anticlerical que eres; si me dices que haces eso, te hubiera dejado, aunque desflorada. Pero sé que es imposible. Soy así de tonta. Como de tonto tú por dejarte matar. Y, hoy, te velo, a lo lejos, tilintando las estrellas de tu recuerdo; sólo queda ese bastión indecoroso de tu cadáver, recordándome el odio que profeso. Mi religión es la venganza, y mi patria es tu nostalgia.
Tengo una escopeta en la mano; pienso hacer correr por el río de mis penas la sangre de esos bastardos. Voy a encauzar todas mis cuitas por la senda de la palabra Venganza. Sé cómo te cogieron los matones del Anacreóntico Raimundo y te pillaron solo en una explanada, en ésta, para que no me matarán a mí, pero me has dejado sola, para verte podrirte con los cuervos, saciados de tu sangre. Mientras todos miran a otro lado, cuando tú no quisiste hacer nada malo; deseaste la Libertad, y te mataron sus defensores, que proclaman la democracia de Alfonso XIII.
Me prometo, mi Dios, que no pienso olvidar, sin más. La furia, tus divinas palabras, me van a dar la energía que me decías. Pero entre tanta sangre y odio, quiero recordarte: sereno, medio lelo, que lo eras, sino no te habrían matado así, y servicial, pero nunca como un sabueso que lame el culo; eras leal a tu cielo. Y, eso, es lo que me hace vivir, soñar y odiar, como quererte y trabajar. Porque tú y yo hemos trabajado como mulas para que Raimundo hundiera toda ventura, anclando toda artimaña para dejarnos en la más ruin y miserable condición. Si me van a matar, si me van a dejar como tú, prefiero llevarme a la carga a algún cabrito que te corneo con un Revolver de esos llamados Euskaros.
Ya te olvido, y sé que no te volveré a ver. Me voy. Tengo la escopeta en mano; no la voy a soltarla; voy con ella sin más pensamiento. Paso por las casas del pueblo, y nadie me mira; nadie quiere mirar a una mujer a la cara, y menos a la cual le han matado a su marido, a la cual no le han ayudado ni a llevar al cadáver de su marido, y mucho más si lleva un rifle de caza. Saben a dónde voy, tampoco gritan ni hacen nada; son como testigos mudos, que son más que espectadores, títeres que son obligados sólo a mirar, a ver como todo se desenvuelve.
Entró en el local. Las putas se alejan de mí; me conocen y saben que no vendría a ese lugar nunca. Intuyen que llevo un arma, aunque todavía no la han visto. Callan las zorras. Voy al piso de arriba. Leonardo de Castillo, mano derecha, la más feroz y fiel, lame el cuello de su querida, que le ha guisado todo el gazpacho de tu muerte, y no ven que abro la puerta y, sin más que un grito ahogado de ella, que se regocija con la cornamenta del becerro de Leonardo, les doy muerte con un puntapié de metralla. Dejo todo un reguero de sangre; la habitación parece llena de chumines de sangre, que se pegan a las paredes y parecen marcar, como se hace con los caballos cuales es su casta y proveniencia, el odio en el olor y la atmosfera del lugar. Con paso ligero, de amazona fría y pies de plomo, me deslizo por el edificio y salgo sin más, como una sombra. Quedando el chillido de las meretrices.
He caminado mucho hasta encontrar la ermita de Raimundo, una mansión llena de eras, caballos y opulencia, donde se les baña a los cerdos con billetes para que se compren la mierda en donde restregarse. El lugar está sólo quebrado por lo grillos, el silbido del viento y mis paso que se acompasan con la armoniosa paz que se respira, con la que deseo encontrar dándole caza, como te hizo a ti.
Mato a varios de sus guardias. Él se ha vestido asustado. Va a avisar a una sirvienta para que saque a sus hijos. Pero no voy a por ellos. Sus hijas no llorarán, y sus hijos seguirán bebiendo del bebedero del establo del poder paterno. Las mujeres somos débiles, dicen. No. No. Eso quieren que seamos; y, también, lo son quien son menos que ellos. A mi marido lo llamaban mujercita. Y su “mujercita” de verdad les da de tragar el agua plomiza y ferrosa de su escopeta.
Sólo queda él. Subo las escaleras. Nadie queda para protegerlo. Su mujer se pone en medio, con lágrimas. Es una ramera. Más que ninguna. Fue quien di orden de cerrarnos todo intento de prosperidad, pero para ella la dejo el dolor de toda mujer: el de la desolación. El que me han dejado. La aparto con un manotazo, y él me mira, prepotente. Cree que no le voy a hacer. Pero no.
Me mira con miedo, pero quiere parecer el mismo lobo de siempre. Homo homini lupus. El lobo tiene la cola entre las patas; su hombría le cae por el ano, que se le empieza a recorrer la bazofia de las plantas de dinero de sus negocios. Quiere llorar, pero como yo, no puede.
- Mujercita, llora —Le digo.
- No… no puedes… —me susurra— no tienes lo que hay que tener; niñita, tú no vales…
-¿Quién lo dice, —le digo mientras acarició su cara con mi escopeta y mis senos. Él los mira. Me desea como me deseo siempre; por ello, lo mató. Siempre me deseo. Siempre. Todo es suyo. Por eso hago, más bien escenifico, como que soy suya, pero no. Es un veneno. El peor. Como la serpiente que incita a que Eva coja la manzana— amor…? — Aunque él no conoce el amor.
-Cariño suelta el arma. Eres una señorita —me vuelve a susurrar al oído, como un amante a su querida, en un canto sirénico. Yo juego con él.
Le disparó en una pierna. Tengo todo el tiempo que quiera. Va a sufrir. De eso estoy segura; nada me lo va impedir. La guardia civil llegará tarde, para cuando encuentren su cadáver como el de mi marido. Tirado como un perro.
-Cariño, estás sangrando. Pobrecito. —Le digo con cara tierna y de cervatillo.
-Pu..t…
-No, soy una fulana; soy la Muerte. Esas cosas no se dicen; te tendré que enseñar modales, mi señor.
Le apuntó a la otra pierna, disparó y, luego, le disparó, otra vez, en el brazo correspondiente al lado en que disparé a la pierna.
-Ahhhh… Me ven…ga…
-No. No podrás. El demonio ha venido a pagar sus deudas. Ya ha llegado San Martín. Es la hora.
Le disparó el otro brazo. Está muy desangrado. Pero le queda un poco. Le acarició con la escopeta sus partes blandas. Dice algo que no entiendo. Y le digo:
-Decías a todo que lo conseguirías por tus cojones; yo ya no tengo porque luchar, y como son lo que más quieres, te los voy a cercenar como tú destrozaste a Pedro. Como me llamo Julia, que lo hago.
El disparo le deja sin sangre. Y una explosión sanguínea disemina restos masculinos de Raimundo. Su cadáver es una puzle. Un puzle de carne.Yo paso dejando la senda de mi huida en la noche, que deja mi huella en su sangre.
Ya nadie me volverá a ver; como una sombra me deslizo sin que nadie pueda atraparme. El silencio continua fuera, dentro el llanto se contagia. Mi dolor. El viento y la Luna velan a los muertos, con las lágrimas de la escarcha.