samuel17993 Escritor activo
Cantidad de envíos : 323 Fecha de nacimiento : 17/09/1993 Edad : 31 Localización : Herrera de Pisuerga (Palencia, Castilla, Iberia) Fecha de inscripción : 13/10/2011
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| Tema: La Historia de la vida (Historias para no contar) Dom Dic 04, 2011 12:33 pm | |
| Esto es una historia medianamente antigua, la primera de la serie de "Historias para no contar, que podéis ver en la historia; eso que pongo en algunas historias entre paréntesis es de la serie, pues yo escribo relatos y los junto en Conjuntos, libros o series, o llamarlo X. Estás historias no suelen tener una relación más que temporal y/o de estilos, aunque a veces en una serie o libro haya diferentes maneras de narrar. Soy algo ecléctico. Perdón por publicar tanto. Escribo mucho, sobre todo, cosas cortar; debo de tener bastante imaginación XD. ----
La Historia de la vida La máquina de escribir estaba sonando tan ruidosa como un tren, furioso por llegar a su destino. Estaba inmerso en la escritura de esa historia; tan zambullido que había dejado de respirar, dándole todo su aire y toda su respiración al humo de la máquina de escribir. No podía parar; estaba como poseído.
Sí. Poseído por esa idea, esa Idea, con mayúsculas. Iba a ser la mejor; la mejor de todas las Ideas escritas para una novela. Una que superase la realidad hasta llegar al cielo metafórico del Todo y, con ésta, fuese besada con sus líneas de papel terrenal. Esas Letras, que sin orden son estúpidas y sin contenido, vacías; en la forma que le surgían eran como un hilo bien hilvanado en una gran red, que con esas palabras todo se volvía mágico, como un reflejo de la vida misma en toda su faceta. Las horas pasaron, las líneas de papel fueron arrullándose en la mesa, y el silencio sólo se corrompía por el ya ambiental sonido de la máquina. Se impregnaba el papel de la tinta que daba vida al papel, como si al leerlas se pudiese entrar en otro mundo que nada era como la vida, más como un caos, pero que era, en su locura, tras sus pliegos, escondido todo su verdadero origen, su esencia. Por ello, en ese casi silencio, un caos silencioso, pero sonoro excepto para él, llegó. Comía y escribía a la vez. Dormía poco y abrazado con la máquina y el manuscrito en la cama.
La habitación, más fría que el polo, estaba congelada en el olvido, el polvo místico que era envuelto por la luz del Sol que nunca veía, y los objetos inmóviles iguales siempre, sin apenas cambios y los ecos mudos de la vida del escritor. Él seguía, escribiendo, sin nada más. Cuando se acabó la comida, ayunó varios días, hasta que, ya en un estado maduro la novela, bajó a la calle.
Era una tarde en que la noche asomaba risueña y brillante desde su ventana, y la sombra, el espejismo, ese fantasma de escritor se deslizó hasta la tienda de la compra. Las cajeras estaban muy ajetreadas, cabreadas por una vida de mierda en un trabajo con contrato basura en donde se las trataba de mal en peor. Siempre haciendo horas extras, sin ver a nadie ni a sus seres queridos más que en la tienda como otros clientes más. Ninguna se fijó en él; no era un habitual y significaba que compraba en otro lado; por lo tanto, tampoco se notó su calavera andante. Compró para meses, aunque no mucho. Lo necesario para estar activo, reactivo a ser atraído por una metáfora, metonimia o símil para esa parábola de La Vida en mayúsculas: desde el tiempo, a los sentimientos, la edad y la esencia escondida tras la máscara de los seres humanos y, en general, todos los seres vivos. Todo eso lo desconocían las cajeras o las trabajadoras del local, y tampoco las importaban. Estaban mucho más reactivas por traer el pan a un hijo, o de conseguir dinero suficiente para quitarse de en medio a un marido vago y machista el cual vive del cuento y que le mantiene, o de poder salir pronto para ver a su novio, marido o amante.
Su espectro se movía entre los grupos de cuerpos esparcidos por las estancias del local, sin mirarlos a la cara. Como si fuera ajeno de todo. Estaba con “La Vida”, en general, de su obra. Eso era su objetivo, y que lo iban a celebrar miles de editores, lectores y hasta espiritualista-filósofos de todo el mundo. Porque su obra rompería el llanto, la alegría, la esperanza, el drama y, sobre todo, la vida. Las palabras serían un verso imposible de poner en otros lugares de la oración, pues se rompería su sentido profético. ¡Ah, no podía más que gritar! ¡No podía más que callar y dejar volar sus palabras al son del musical viento de las musas! Era una contradicción. Como la vida, como su novela, como esa chica que mostraba cara de alegría y agradecimiento pero que sentía odio por tener que ser tan desgraciada, siendo una esclava. Iba a ser un canto a la libertad. A gente como esa cajera que cobraba lo justo: 700€. Aunque esas palabras no podrían leerlas, ni la cambiarán la mierda de trabajo.
Se echó a la calle, recostada la luna en la ventana de la atmósfera y suspirando hiel que se abrazaba a las farolas, a los coches y a las personas que intentaban abrigarse. Él no estaba muy abrigado, su cuerpo estaba congelado y suspiraba un aliento de hielo. Pero no lo notaba ese frío, la idea le endemoniaba, le daba calor, y su interior lo consolaba, la acunaba y le hacía que su fragua se armase con su propio calor.
Llegó a casa. No lo notó, pero se colaba un gran frío inmenso por mil poros de la habitación. Siguió con su novela. La leyó. No sabía por qué, pero empezó a dudar de ella. La reescribió de pies a cabeza, sintiendo que seguía la idea. ¡La idea, la santa idea! Y todo empezó a ordenarse. Pero no, al segundo el muro metafórico de la vida se volvía a oscurecer, a desmoronarse todo el significado. Y volvió a empezar, con la misma idea, otra vez más. Creyó por fin obtener el final. Le dio todo el trabajo. La finalizó, la reescribió, revolvió ideas sobre círculos concéntricos del símil del Todo. Y todo ese rompecabezas empezaba a colocarse y descolocar sin problemas; todo estaba suave, sereno y armado bien. Y en medio de la apacible alegría, empezó a notar el sueño. Acabó de rematar. De asentar todo.
Los restos de la comida del otro día se secaban en la mesa, en un lado olvidado. Su cuerpo se sentía alma pura, no tenía ni una sola necesidad y los sentimientos puros, sí ¡puros!, venían a su mente. Se desligaba de la realidad, para flotar esa superestructura de lo real. Los ojos se apagaban de sueño; pedía el sueño deuda de tanto soñar dormido.
Su cuerpo en puro estupor se empezó a sentir sin nada; en medio del todo y la nada. Como un ser, sin ser. La contradicción aunada, pero conviviendo. Y los párpados cedieron su combate a la fiebre del sueño. La energía se había aplacado después de tanto gasto amamantando las líneas de su historia. Su cuerpo plácido descansaba en la mesa, al lado de la máquina de escribir, ya en silencio. Todo estaba mudo. Un grito de la calma.
Por el balcón se podía ver al sol nacer de otro día, el cual no podía ya ni saber el hombre que descansaba en la casa. Pequeños seres, con voces casi como gorriones, se oían con miles de historias, historias secretas, aunque no tan místicas como las de él, posiblemente. Algún amante que salía de saborear el fruto de la vida, de la cual se había alejado él y que escribía, aunque ni se había fijado en la cajera, abandonada por su novio, que le sonría y que soñaba con un hombre como él. Pero no lo vio. Tampoco a todas esas gentes del barrio que caminaban a mil sitios diferentes, desconocidos, con mil trasiegos y asuntos que nunca se escribirían. La vida se debatía abajo, debajo de ese promontorio, observatorio de todo eso. ¿Y quién sabe, qué cosas más?
Unas horas después, cuando una mujer curiosa y cotilla fue a pedir sal, típico truco para fisgonear, se encontró con que nadie abría. Se montó un barullo. Al principio, ella se enfadó, porque pensó que era que no quería abrirla y que era un misántropo total. Un antisocial, enemigo de los otros hombres: Homo homini lupus. Un lobo solitario. Pero algo pasaba. Siguió llamando, para molestar, aunque ella no sabía que no molestaba; que no podía molestar, él seguía descansando, sin hacerla caso. Entonces, se puso nerviosa. Llamó a todos los vecinos. Montó un escándalo vecinal. La escalera llena de gente, gritando, resoplando por la hora temprana, durmiendo en los escalones.
Llegaron los bomberos, e inútilmente volvieron a llamar, pensando que ahora abrirían porque sí. La vecina de la sal cuchicheando sobre esos impertinentes que no la dejaban acercarse,¡ a ella! Unos desalmados. ¿Héroes? Salvar vidas… ella había sobrevivido la posguerra. ¿Qué sabían ellos? Sabiondos. Los vecinos mirando, algunos grabando, por si había algo que les llevara del anonimato a ser noticia con sus vidas. No les importaba nada el habitante de esa casa: no lo conocían y, aún así, no eran de su vida, aunque estuvieran casi puerta con puerta.
Y ahí lo encontraron, durmiendo en la mesa. Con los ojos cerrados. El sol le iluminaba la piel, más blanca que las nubes. Y el tropel entró dirigido por la señora de la sal. Todos al entrar, abrieron la boca. Se quedaron mirando el lugar. Mientras, los bomberos les decían que salieran, pero ninguno hizo caso. La señora se acercó al manuscrito. Ella lo cogió, pero se abalanzó el bombero. Cada uno tiró de un lado, ella le mataba la curiosidad y el represivo control y a él el trabajo basado en la ignorancia a propósito y la libertad de los muertos. Ellos, enfrascados en esa lucha estúpida, se zarandearon, mientras algunas páginas caían y el resto se retorcían y cedían su resistencia. Rompieron el manuscrito en dos, como si fuera un edicto salomónico. Después de todo el trabajo, del ya muerto escritor, su idea había caído en el olvido, en el silencio, al igual que él. Su historia, escrita, se hundió en el olvido de esos fragmentos casi destrozados, muchos ininteligibles, sin la magia que le confería su totalidad. Sólo quedó un pequeño eco. Una aurora lívida y lejana. Un murmullo de la esencia, de esa historia de La Vida. Y nada más.---- Un saludo de Samuel.
Última edición por samuel17993 el Lun Dic 05, 2011 12:36 pm, editado 1 vez | |
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