Siete y media en la tarde pampeana y a pesar que la brisa era fresca, el sol todavía picaba en el cuello de Elpídio. Hizo los últimos metros de su caminata diaria por el camino polvoriento para llegar a la escuelita de campo, donde cada día enseña lo básico a los peones de las chacras del lugar.
No hay chicos en la escuela. Sólo gente mayor. Algunos tienen uno o dos años de enseñanza primaria y conocen algunos rudimentos de escritura y lectura. Otros, los más, no saben leer ni ecribir. Pero todos se las arreglan para sumar y restar. Si no, los embroman con el jornal.
Anacleto Rúculo Artaza, como de costumbre, ya estaba esperando sentadito en su pupitre desvencijado, descarte de alguna otra escuela rural. Tenía los codos sobre la mesita y con las dos manos callosas se sostenía la cabeza coronada con una enorme boina negra. Frente a sí tenía abierto en la última página y con una taba arriba para sostener las hojas, el libro que había estado leyendo por meses: Don Segundo Sombra.
Se le había dado por aprender a leer bien pasados los cincuenta, cansado de tener que oir por versiones de los demás las aventuras de sus héroes camperos: Don Segundo Sombra y Martin Fierro. Quería leer de primera fuente y disfrutar de sus andanzas y duelos. De sus domas, amoríos y avatares. Sabía que cuando escuchaba a los otros, había mucho bolazo entreverado en el medio.
Cuando Elpídio entró en el único salón de la escuela, Anacleto levantó la cabeza y lo saludó deferente. Como siempre, ya tenía el agua caliente para tomar unos mates a solas con el maestro, antes de la llegada de los demás. Se levantó de su asiento y mientras el otro acomodaba sus cosas en la mesa de patas desiguales al frente del aula, le alcanzó el primer amargo.
- ¿Anacleto, terminaste al fin tu lectura? – Le preguntó el maestro, mientras chupaba de la bombilla con ganas.
- Si Elpídio, lo acabé anoche tarde, alumbrándome con sebo. No quería jorobar a los demás.
- ¿Y? ¿Qué te pareció tu primer libro? Tenés alguna pregunta pa’ hacerme?
- El libro jue lindo. Un poco tristón al final. Pero ansí es la vida ‘el gaucho – Respondió rascándose con una mano la barbilla pensativo, mientras que con la otra recibía de vuelta el mate. Y agregó:
- Pero no me gusta que en un libro ‘e campo haiga propaganga ‘e la religión.
- ¿Propaganda de la religión? – Preguntó incrédulo el maestro – ¿De qué propaganda me hablás? Yo mismo leí ese libro y no vi nada de eso.
- Gueno, dispués del final, abajo, al pie de la hoja, hay una oración que habla de la religión de las lauchas. ¡Ni si quiera ‘e los cristianos!
- Decíme Anacleto, ¿Vos viniste chupao? Porque allí no hay nada escrito de religión. O te has confundido fiero, hermano.
- ¡No! Le juro que me caiga muerto. Habla ‘e la religión... Gueno, no usa esa palabra justa, pero lo dice bien clarito: Fe 'e las Ratas. – Dijo el gaucho sintiéndose herido por la incredulidad del otro, aún con el mate vacío en la mano.
El maestro, al escucharlo, estalló en una sonora carcajada golpeándose los muslos con las palmas de las manos, mientras Anacleto lo miraba de reojo y con desconfianza. Volvió a llenar el mate y empezó a chupar con la cabeza gacha, medio enojado. Estaba seguro de lo que había leído.
Después de un buen rato y con la cara todavía colorada por el sofocón, el maestro se dispuso a tratar de explicarle lo que una “Fe de Erratas” significaba en un libro, cuando el paisano agregó, refunfuñando por lo bajo:
- ¡Endemientra que esos roedores no lo quieran hacer Papa al Miki Maus...!