Crónicas del Primer Mundo V

La Playa:

            Hola, hola, hola, pajaritos sin cola. ¿Cómo andan? Espero que todo bien y sepan que este servidor los extraña horrores. Pero…, por otro lado, están las maravillosas e innegables ventajas  que uno experimenta viviendo en el caribe. A saber: El agobiante calor, que hace transpirar a las personas ni bien asoman el dedo meñique por la puerta; el sol, que raja la tierra y calienta los autos hasta quedar al rojo vivo; la humedad perpetua, que promueve la higiene personal porque hace que uno se bañe catorce veces al día; las torrenciales lluvias diarias, que a uno le hacen extrañar tanto el techo de chapa; los huracanes, con esa deliciosa brisa marina de doscientos cincuenta kilómetros por hora.

¡Ahhh…! Y cómo podía olvidarme…, la playa. Claro, que salame soy. Me había olvidado de mencionar la playa, de más de media cuadra de ancho, arenas blancas y ni un arbolito miserable que dé un poquito de sombra. Sólo unas palmeras muy altas que dan una sombrita de más o menos un metro cuadrado y uno que poco menos tiene que andar rodando como un barril en la arena para mantenerse bajo esa escasa umbra movediza.

Sí…, y no se crean que voy a caer en ese lugar común y chabacano en que caemos los hombres cuando vemos en la playa a todas esas mujeres con físicos infartantes, mitad carne, mitad plástico, con bikinis microscópicas que empacan con sandalias incluidas en cajitas de fósforos Tres Patitos, y que nos hacen girar la cabeza como un tornillo, al mejor estilo de la piba de El Exorcista…, y que están todas más buenas que comer pollo con la mano. Ah, sí…, también está el tibio mar color turquesa…

Pero no crean que todos los que van a la playa son unos adonis. No señor. También está la gente normal y están los jubilados canadienses, que para el otoño, cuando el frío empieza a apretar en su tierra del norte, bajan en tropel hacia la Florida y se quedan hasta que pasa el invierno. Yo no puedo creer que en Canadá, país bastante desarrollado, esta gente mayor no tenga espejos en sus casas o, en su defecto, que los únicos que puedan conseguir sean de madera. Porque es la única razón que se me ocurre para justificar la completa falta de vergüenza que los afecta.

Para aclararles (u oscurecerles) un poco más el panorama, les cuento que días atrás, mientras miraba el horizonte marítimo, que es muy lindo por tres minutos y después se torna más aburrido que chupar un clavo, en el pantallazo de mi mirada sobresalió un enorme bulto tirado al lado del mar que coincidía en tamaño y forma con el de un cachalote. Aunque después de unos instantes recordé que esos bichos no andan por el mar caribe, en aguas tan templadas. Entonces, ¿Qué podía ser…? Me fui acercando como quien no quiere la cosa hasta que pude apreciar, entre sorprendido y espantado, que era una enorme vieja gorda tomando sol y haciendo… (perdón, pero tengo que tragar saliva) ¡Topless…! Siií…, estaba con la malla enteriza enrollada hasta la cintura gozando de la caricia ardiente de los rayos de febo, que para envolverla tenían que hacer horas extra.

Menos mal que tengo por costumbre ir a la playa sin llevar el Raid, si no, creo que el horror me habría hecho cometer un viejicidio. Pero, pero…, ahí no termina la cosa, don Barbosa. Esa visión que ya me garantizaba sufrir pesadillas por toda una quincena, quedó definitivamente marcada a fuego en mi siquis por toda esta vida y tres reencarnaciones más, cuando pude observar que la morsa no estaba sola y que la acompañaba un viejito pelado, arrugado, flaquito y huesudo tirado en la arena a su lado, en principio fuera de mi visión por aquella montaña de carne. Eso en sí no tendría nada de extraordinario, si no fuera por el pequeño detalle de que el viejito tenía puesta una diminuta zunga color rosa neón furioso…

Es una verdadera pena no haber estado en esos momentos en una olimpíada, porque creo que en los primeros cien metros llanos de mi raje precipitado pude haber batido cualquier récord nacional, mundial o intergaláctico.

Ahora el problema no es la impresión del momento, sino la huella indeleble que ha quedado marcada en mis reflejos condicionados, como un pobre pichicho de Pavlov. Porque nadie en mi familia puede entender mis sollozos y los lagrimones que me corren por las mejillas, cuando alguno sugiere ir a tomar un helado a la playa, mientras caminamos por la costa…

Nooo Any... No es insolación ni alucinaciones. Esos canadienses son un espanto sobre dos patas. Gracias por pasar y visitarme, querida amiga. Siempre es un gusto verte.
Un abrazo,
José

Estimado amigo Jaime, aquí durante el verano el calor es agobiante y con mucha humedad. En la playa se ven bellezas realmente infartantes, mezcladas con estos bichos que parecen escapados de Jurassic Park.
Como bien dice quienquiera creó la frase: "Hay de todo en la viña del Señor" Hasta ballenas sin corpiño...!!!
Un abrazo y mi agradeciemiento por tu visita,
José

Muchas gracias por tu lectura y comentario, querida amiga. Sabés que me encanta poder divertir un poco al lector.
Un abrazo y beso muy grandotes,
José

Muy bueno..casi un cuento de horror.

Un abrazo

Jaaa..., y eso que vos no estabas ahí..., jajajaja! Gracias por tu visita y comentario Mario.
Un abrazo,
José

Jajajaja... si que logras sacar sonrisas con este relato. Yo sigo callándome para no comerme las palabras (porque una vez me hice la buena samaritana defendiendo la libertad de expresión y no se me habrá quedado esa imagen grabada... pero al salir del mar con ese impulso que se toma a veces, me ha quedado una impresión bastante dificil de digerir y de borrar...
Cyn, diste en el clavo: les importa nada lo que el otro pueda pensar o decir.
Un abrazo.

Gracias por tu presencia Silvina. Aprecio sinceramente tu lectura y comentario, amiga. Recibe mis saludos,
José