Durante muchos años de mi niñez, de mi infancia e incluso ya de adulto y viviendo una vida en solitario lejos de casa ignoré que los objetos podrían tener alma y ser portadores de sentimiento e incluso emociones. Comencé a descubrir que no era así muchos años después de aquél primer regalo que me hizo mi madre cuando cumplí 15 años: un simple anillo de plata que con el tiempo se quedó en Inglaterra colocado en el dedo de la primera mujer que me enseñó a soñar, yo apenas tenía algo mas de 18 años.
Hace unos días pasé a saludar a una hermana a su casa y mientras hablábamos me reencontré de nuevo con un viejo y querido secreto de familia: una cajita de madera de mas de, seguro, 150 años de antigüedad; allí estaba, colocada en una mesita y sobre un pequeño mantel de hilo blanco; parecía como que estaba descansando de tantos años de vida y de historias ocurridas y aún por contar.
Esta caja seguramente fue construida por un carpintero de pueblo, de manos maestras en el arte de acariciar en vez de golpear la madera. En su momento debió ser una caja sin valor alguno, sin adornos de ninguna clase, sencillamente fabricada rústicamente y para uso cotidiano de la persona que la compró: mi bisabuela.
Ella debió usar esa caja para guardar hilos y agujas de coser y quien sabe si algunos botones y cualquier otra cosa. La caja pasó después a manos de mi abuela a la que sí llegué a conocer y que fue la que siguió dándole el mismo uso; mi abuela me contó que esa caja fue de las pocas cosas que se trajo cuando abandonó la cueva donde había nacido. Más tarde esa caja se convirtió en un guarda-tesoros para mi madre cuando era jovencita y en ella escondió aparte de algunas de sus cosas más queridas entre éstas dos cartas de amor de su primer novio, Fernando, que años después entró a cura y posteriormente ingresó clandestinamente en el Partido Comunista de españa y se exilió en París. Esa caja, me contó mi madre de niña, quedó escondida en lo alto del ropero durante muchos años cuando se fue a vivir con mi padre.
Cuando nos mudamos a la capital esa cajita también se vino con nosotros, recuerdo que la recogí yo mismo para que no se quedara allí olvidada en la casa que estábamos abandonando. Durante años esa caja estuvo en casa sin que nadie le diéramos mayor importancia y apenas servía para nada; nada metíamos dentro ni le dábamos uso alguno. Cuando cada uno íbamos abandonando la casa de los padres íbamos llevándonos trocitos de de vida en cada objeto que nos llevábamos de casa, mi hermana se llevó esa cajita que con el tiempo le cogí cariño por venir de donde viene y por haber sentido la compañía cuatro generaciones
La caja envejecida totalmente con el tiempo y ya casi media rota volvió a recuperar vida para nosotros cuando a mi hermana se le ocurrió arreglarla y pintarla de un color azul de noche y en ella pintar una media luna y algunas estrellas perdidas en el espacio.
Hoy el valor de esta cajita no está en lo que contiene dentro, nada la mayoría de la veces, sino en el poder que tiene de hacernos ver y recordar por cuantas manos y mirada ha pasado; la de secretos que debe saber y ha debido guardar…Es una cajita que tiene alma por eso aún está viva entre nosotros, sus tataranietos.
Teknarit, África.