SOMBRAS Y LUCES
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(Siglo XVIII- Córdoba del Tucumán)
por Alejandra Correas Vázquez
Terminada la gran escenografía que transmutaba a una Córdoba Monacal en una Córdoba Marquesal, retornarían todos los citadinos recientes a sus domicilios. Muchas casas eran nuevas. Pero algunas familias residían en antiguas propiedades jesuíticas. Los niños que allí habitaban —curiosos siempre— aventurábanse por los pasadizos internos y sótanos antiguos, que perforaban la ciudad, relatando anécdotas fantasmales a su amiguitos. Como la de recorrer todo el subsuelo de la ciudad durante las noches en delirio eufórico.
Desideria vivía en una de ellas, y cualquier imperceptible sismo local, todavía subsistente en el subsuelo gredoso, hacíale creer que los niños cordobeses descontrolados jugaban bajo su cama, perturbándole el sueño reparador de la noche. Ella aún no se habituaba a la ciudad, y quería sin embargo permanecer allí.
Había sido mucho el conflicto interior vivido, como para retornar a la Merced de su familia. Pero quizás su primo Alfonso viniera, para retirarle a Desiderita. Abrazaba a la pequeña hija todas las noches con el temor de perderla, y lloraban juntas con Manuela su mulata. Decíase a sí misma que le espantaba el momento de su llegada. La cual, sin embargo, no se producía. Alfonso como antaño, no se presentaba. No vino por ella cuando lo esperaba. Ahora no venía por Desiderita, y ella nuevamente aguardaba. Día a día. Con miedo. Con dolor. Alfonso no llegaba ...y ella insistía.
Vestíase puntillosamente saliendo a pasear por la Alameda de Sauces que florecía sin tregua. Cayó la feroz tormenta de Santa Rosa y ella replegóse en los días subsiguientes dentro de la gran casona de piedra con todos sus fantasmas de un pasado trunco.
Su casa ciudadana, que ella ahora habitaba, antaño perteneció a los jesuitas, quienes fueran llevados prisioneros y encadenados de allí por orden del rey Carlos III de Borbón... Y la leyenda cordobesa decía que aún ellos permanecían vagando como ánimas en pena. Cada habitación, cada escalerilla, cada una de las ventanas estaba para Desideria poblada de formas fugases. De voces con llamados sugerentes. De luces huidizas dentro de los corredores. De pasos transitorios en cuartos cerrados. De hojas de papel arrastrándose por el piso, en piezas vacía. De libros plegándose con estruendo en la plenitud de la noche. De susurros en latín. De risas juveniles. De gritos de soldados. De cadenas. De lamentos...
Aquellas casas mitológicas se hallaban cargadas con formas imprecisables, que perpetuábanse en la imaginación colectiva. Todo su pasado permanecía latente, haciendo vibrar el escenario mágico de las antiguas residencias jesuíticas. Era necesario coexistir con tales imágenes o abandonar el sitio.
Desideria creyó divisar en una esquina de sus habitaciones la figura togada y transparente de un Jesuita, que la observaba inquieto, como amo incoloro del lugar. Como vigía de sus pensamientos. El Jesuita evadíase cuando ella trataba de aproximarse. De enfrentarlo. Quizás de llamarlo y buscar su compañía. Deseaba preguntarle por qué su primo Alfonso no llegaba para arrancarle a Desiderita... la tierna niña que dijera escuchar infinitos pasos por los corredores misteriosos y vacíos.
ANGUSTIA Y NOSTALGIA
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Desideria ornamentaba sus rubios cabellos con una moda borbónica, pero todavía no cambiaba de atuendo. El Calicanto bordeando al río Suquía, que divide en dos la ciudad, ofrecíale su coro de ranas confundiéndola con una planta selvática. Ella creía tener aún aroma a espinillo y no hallarse a tono con la ciudad que planteaba Don Rafael, el Marqués, quien llegara desde Sevilla para dar un nuevo giro a la vida de todos. Ella hallábase lista y presta para tal cambio, y vivía pendiente de él. Se incorporaba a la nueva ciudad de Córdoba sin conocer a nadie, porque poca gente se conocía bien hasta ese momento. Pero caminaban todos juntos dentro de aquel cortejo, y ella iba a la par de ellos.
Alfonso no llegaba. No cometía la crueldad de quitarle a Desiderita. Alfonso continuaba en la Merced y no se presentaba en la ciudad del Marqués... Alfonso la abandonaba nuevamente. Como antaño. No venía, ni siquiera para cometer una injusticia, hasta ella.
Alfonso volvió a abandonarla. Alfonso había olvidado ahora a Desiderita, como antes olvidó a Desideria, y no la retornaba a la Merced... Alfonso se apartó esta vez de su pequeña hermana Desiderita y no preguntaba por ella. No la separaba de su madre. Alfonso había abandonado primero a Desideria y ahora a Desiderita.
REENCUENTRO
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Replegada sobre su bordado miraba hacia el empedrado de la calle a través del ventanal, donde su enrejado bañado de luz recortábase en figura de estampa contra el suelo. Una placidez triste envolvía toda la ciudad de Córdoba, cual si un letargo hubiese caído sobre ella. El silencio era su dueño, como retornando al pasado. Sus calles habíanse vaciado y los tupidos sauces de la Alameda lloraban afligidamente. Don Rafael, el gobernador, Marques de Sobremonte, andaba de gira por la provincia abriendo caminos, fundando ciudades, radicando nuevos pobladores, plantando arboledas y viñedos, buscando fuentes de agua ...y sin él... los cordobeses sentíanse faltos de estímulo para el paseo hasta el Campo de Marte.
Desideria sumida en melancolía, decidió vestirse y tomar el camino inverso. Partió de nuevo con sus dos acompañantes, bien acicaladas —Manuela y Desiderita— hacia la Alameda de Sauces de la Calle Ancha. Pero una vez allí continuó bordeando su acequia, el cauce de agua que alimentaba los sauces, y fue encaminándose hacia la naciente de ella, que era el coqueto Paseo Sobremonte con su lujoso lago interno en forma de fuente.
Fue una tarde distinta, recreante de sensaciones olvidadas, entre la algarabía de árboles y flores, como cuando los dos primos Alfonso y Desideria paseaban juntas por los prados de la Merced.
Las tres mujeres sintiéronse plenas de nostalgias en ese espacio abierto, frondoso, aromático, bajo el trino de pájaros en infinitas especies. Los boteros que remaban en la gran fuente, ofrecían a estas elegantes damas un paseo compensador de emociones, junto al frescor de los helechos. Las aguas traslúcidas permitían divisar a numerosos peces rojos, y la niñita intentaba tocarlos sumergiendo su pequeña mano en la represa.
El retorno sería más alegre. Desiderita había jugado entre la arboleda como si recobrase su libertad en los campos de la Merced. Sus ocho años tuvieron allí esa expansión primitiva de la niñez sin límites. Y regresaban todas, muy lentamente, sin prisa alguna. Desideria sacudía sus cabellos cargados de pétalos y la mulata, silenciosa, pareciera querer comunicarles sentimientos embargados de añoranzas.
Pero de improviso, el carbón de los ojos de Manuela dilatóse con temor, y detuvo el paso volviendo un rostro angustiado hacia la dama. Al verla, Desideria quitó la mirada que llevaba puesta en su hija, dirigiéndola hacia la puerta de sus casa que ya divisaba próxima.
Sí, ella también identificó lo mismo: El carruaje de Alfonso con su cochero a la par.
DIÁLOGOS
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Manuela sirvió el mate de la puesta del sol. Aromático y menos cargado de yerba. A su alrededor la ciudad de Córdoba, enigmática, sentía la ausencia de Sobremonte. Un manto mistérico cubríala, como retornándola a sus antiguos habitantes, profesores, alumnos, monjes, libros, bibliotecas, aquel tiempo pasado de los jesuitas.
El perfil aquilino de Alfonso y su frente muy alta, recortábase sobre una pared en punta de esquina. En ese dibujo formado por su sombra, Desideria creyó advertir una nueva figura imprecisable, que pareciera esta vez querer comunicarse con ella y hablarle. O quizás defender sus derechos de habitar en aquella gran casa de piedra ¡Como fuera durante tanto tiempo! Años. Décadas. Centenios.
Ella lo veía escurrirse, evadirse, esconderse. Siempre aquellas figuras parecían salir de las esquinas de las paredes, como si desde ese límite doble, hubiese una puerta entre dos mundos. No deseando fijar en él su mirada, temerosa de que volviera a huirle, ahora que había logrado retenerlo en imagen aérea y transparente —y ansiando además mantener su presencia entre ella y Alfonso como testigo único— simuló mirar hacia el enrejado de la ventana.
—“¿No merezco tu mirada?”— le preguntó inquieto Alfonso
—“Has abandonado todo el año a Desiderita, tu hermana”.
—“He actuado a favor tuyo, para no apartarla de tu lado”— replicó él
—“La has abandonado a ella, como antes me abandonaste a mí”—respondióle ella, con firmeza.
En aquel momento Desideria puso la mirada en los ojos de su primo, para volver a esquivarlo, antes de que fugase el fantasma del Jesuita.
El silencio envolvente permitió a Manuela traer dos mates seguidos y luego apartarse. La figura aérea y togada comenzó a deambular por el recinto posándose con lentitud sobre uno de los asientos, antiquísimo y tallado, como si indicara que aquél era antaño su sillón preferente. Luego, Alfonso continuaría el tenso diálogo:
—“Fueron otros tiempos. Demasiado distintos.”
—“Todo era igual para mí— replicó Desideria —Yo te aguardaba. Era la misma casona natal. La misma Merced. Los mismos mulatos. Los mismos gauchos. El mismo ganado”.
—“No lo dudo, dentro de la Merced nada podía cambiar”.
—“¡Pero de improviso te evaporaste como una nube de humo!”
—“Eran otros tiempos. Eran otros los motivos”— insistió Alfonso
—“Los caballos del carruaje que te transportaba hasta Lima dejaron sus huellas marcando en el camino, alguna pequeña presencia. Y yo caminaba sobre esas huellas hasta la tranquera donde se perdían por el Camino Real... Pero eran mejor que tu ausencia total. Que el vacío. Que la nada”.
—“Era una lejanía que yo tampoco había calculado. La decidió mi padre enfrentado con el final del gran Virreinato del Perú, cuando Córdoba dejó de pertenecer a él”— y expresóle aquello con voz vibrante
—“Pero la Merced aún estaba en pie yo dentro de ella, aguardándote”
—“¡Queríamos asirnos a Lima! Deseábamos conservarnos junto a ella, como cabeza dirigente. Así lo pensó mi padre y yo lo acepté. Luchábamos por no perderla, como los huérfanos que se rebelan contra el destino irremediable”— Alfonso se había erguido y caminaba.
—“Tenías que elegir entre Lima y yo... Y elegiste a Lima”.
Manuela estaba escondida en el corredor, dudosa de servir un nuevo mate. Cuando el silencio se adueñó otra vez del ambiente, acercóse de prisa antregándoselo a Desideria, para tomarla con disimulo, pero fuertemente, de las manos. El Jesuita olvidando su condición fantasmal, posaba su mirada curiosa y llena de intriga, en cada uno de ellos con viva inquietud. Púsose finalmente de pie entre medio de ambos contertulios, como deseando impedir algún desencuentro mayor. Alfonso regresó al asiento observando a su prima a través de aquella imagen, persistente pero traslúcida.
—“Quizás Lima me eligió a mí. Yo nunca había vivido en una ciudad. Me deslumbró su alegría. Su ciudadanía. Su movimiento. Su alameda, sus fuentes, su estilo cotidiano y dinámico”.
—“En Lima me olvidaste”— dijo cortante Desideria
—“Sí ...Quizás te olvidé... Pero no me daba cuenta. Creía amarte como antes de mi partida. Fuimos criados y educados para amarnos. No para olvidarnos”.
—“No para dejarnos”— concluyó Desideria poniéndose aún más pálida
—“Sí. También me dejaste a mí. Te convertiste en la esposa de mi padre, tu tío ...Tu padrino”
Alfonso la miró de frente. Ambos se contemplaron con altivez y Manuela de pie junto a la puerta quedaría estática. Abrió profundamente los ojos y el negro de su pupila parecía danzar en un mar de luna. La figura transparente del Jesuita puso un gesto adusto, decidiendo oír con mayor atención el final del diálogo.
—“¿Comprendes el tiempo que había pasado? La soledad de la Merced y mi juventud que amenazaba con irse, lentamente”— defendióse Desideria
—“¿Y con tu belleza elegiste a un hombre mayor? Recuerdo cómo te solicitaban los muchachos en los elegantes bailes de las Mercedes”— le reclamó Alfonso
—“¿Crees que un hombre vigoroso de cuarenta y nueve años no es aceptable para una joven? Las madres de otras niñas como yo, lo solicitaban para sus hijas, y llegaban con ellas en forma continua a nuestra Merced. Eso creo, clavó una espina dentro mío, pensando que nuestra casa tendría una ama diferente. Nadie podía pensar viéndolo tan dinámico, que una fiebre tropical durante un viaje comercial al Paraguay, iba a darle fin en forma tan rápida”— y ella bajó la cabeza evidenciando tristeza
—“Mi ausencia provocó tu decisión ... No lo dudo”— aceptó él
—“Yo nunca pensé en tomar los hábitos, como hicieron otras niñas con sus novios ausentes. No, ya no tenía sentido. Ya no estaba la Compañía de Jesús como lumbrera mística, especial, dirigente y togada. Daba comienzo una nueva vida, una vida citadina, y aquéllos que queríamos irnos con los tiempos esperábamos dar frutos y vástagos para un devenir, donde la existencia corriente se tornó importante”.
—“Sí, es verdad. Temí regresar a la Merced después de haberme habituado a una ciudad. Lima había cautivado mis entrañas haciéndome olvidar la paz solariega de nuestra Merced, con todos nuestros recuerdos. Pero regresé a tu llamado con la triste noticia, y ya no te encontré dentro de ella. Te esperé largamente. Pero no regresabas, por ello vine ahora hasta ti, para encontrarte convertida en una citadina nueva”.
Manuela que se retirara un rato antes, dudaba de acercarse a ellos con otro mate bien cebado. Pero atisbó muy asombrada desde la penumbra del corredor, que los ojos de ambos estaban más calmos. El Jesuita entrelazó sus manos en la toga volviendo a su asiento, y apoyándose en el respaldo de su sillón tallado sonrió con placidez, como si estuviese a punto de recobrar un bien perdido.
—“Yo vivo ahora en una ciudad dinámica e inquieta— le dijo Desideria —donde un Marqués construye todos los días un mundo como aquél que fuiste a buscar a Lima ...No... Ya no tenemos a Lima, pero vamos a construir aquí la nuestra propia ¿Por qué me rechazas? ¿Por qué vuelves a abandonarme? ¿Porqué?”
—“Porque te convertiste en mi madre”— le contestó él
—“No. Soy la viuda de tu padre, lo cual es muy distinto”
Manuela entró con una mate renovado. El agua había vuelto a hervir y el aroma a hierbabuena emergía de la bombilla de plata con su fragancia mentolada, endulzando la yerba mate. Alfonso lo recibió con su mano derecha comentando:
—“Recogí del arroyo que rodea la Merced esta hierbabuena silvestre para traértela, de modo que aromatices a la yerba mate. El mismo arroyo junto al cual paseábamos antes de mi partida. Antes de que los caballos me llevaran hacia la antigua capital de Lima ...¡Por tanto tiempo!”
—“¿Crees haber vuelto realmente? ¿Estar de nuevo conmigo?”
Alfonso miró la calle detrás del ventanal enrejado de la sala. Obscura y enfarolada pareciera haberse vestido de fiesta para aguardarlo, con aquellas múltiples luces que hacían diurna la visión nocturna
¡De pronto!... un bullicio estrepitoso lo conmovió de asombro. La comitiva de don Rafael María Núñez, el gobernador, pasó a su frente por medio de la calle elegantemente ataviada, luciendo sus trajes celeste y sus blancas pelucas con aire ciudadano. El Marqués regresaba de su gira por la provincia levantando ciudades y caminos nuevos. Y con gran premura, todas las casas particulares encendieron las luces de sus ventanas para recibirlo, decorando aún más ese escenario de calles iluminadas.
—“Es cierto Desideria... Te abandoné por una calle enfarolada, un carruaje rococó y una peluca blanca. Quise irme con los tiempos y ahora me hallo separado de ellos”— le confesó Alfonso
—“Cuando amanezca querido primo, te llevaré a pasear por la Alameda de Sauces de la Calle Ancha”— fue la frase final de Desideria y el último mate de Manuela en aquella noche
La figura togada y transparente, cual sombra indeleble de aquellas pétreas casas de leyenda, donde pervivían los fantasmas jesuíticos, quedó como dueña del salón una vez que todos hubiéronse retirado en busca del sueño.
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Alejandra Correas Vázquez