EL RANCHO de PIEDRA
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(Estampa Colonial)
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El sol expandía fuegos por el paisaje y una eclosión brillante de mica tapizaba el escenario de la sierra, en aquella siesta inmaculada de blancura. Sobre esa dimensión asoleada y eterna el perfil recortado en curva de Hermenegildo, con sus pómulos emergentes y sus ojos zarcos, sobrevivencia de una raza india inextinguible, declaraba su estampa milenaria como imagen de un vacío intemporal.
Fue el instante en que salimos a su encuentro atravesando el bosque de talas y huyendo de la vigilancia de familiar. Por momentos, en el silencio caluroso del verano donde el ardor cae en vértigo sobre la tierra, un leve rasguño a la distancia parece un alarido y el temor que producíanos la huída, hacía precipitar el color rojo de nuestras mejillas.
Nos colocamos sumisamente a su lado entre las peñas del contorno junto al alero de paja de su rancho de piedra, que emitía hondas intensas de calor, para él imperceptibles. Nada lo conmovía. Cualquier ambiente, el presente de fuego o la escarcha invernal, le eran indiferentes. No nos hablaba. No emitía tan siquiera el rumor de sus pensamientos ... Lentamente, como saliendo de un pasado inmaterial, reparó en nosotros a través del hueco profundo de sus ojos claros, recortados sobre el cobre brillante de su piel. Entonces comenzó a relatar:
—“Íbamos veinte arrieros … con veinte carretas cargadas de cueros secos, carne de charqui y vinos, camino de Arica para traer sedas de Oriente ... Don Cirilo se apeó del pescante para ver de cerquita al Atacama, y el Tobías, mozo entonces, había quedado dormido con las armas al cinto “¡Vaya cuidador!” ... dijo Don Cirilo “¡Si yo debo protegerlo a él, durmiéndoseme ansí en el “pior” lugar!” … Era hombre “juerte” y decidido Don Cirilo ...arrogante... conmigo le bastaba y él lo sabía. Mi lanza era suficiente. Pero quería pasear y probar al mulato, tan joven entonces, darle la “juerza” de un gaucho porque se criaba en la casa entre “mojeres.”
Y se iluminaron los ojillos indios de Hermenegildo como micas al sol, reviviendo esa emoción juvenil de rivalidad gauchesca contra los mulatos, siempre asiduos a la vida doméstica de nuestras familias.
—“Yo seré un Don Cirilo como aquél y llevaré cueros más lejos, con más mulas, y nadie se dormirá en mi carruaje”—…Intervino mi hermanito Cirilito para que yo lo oyera y admirase, como héroe desvalido al que sermoneaban todas las tardes.
—“¿Endeveras? ... velay ... Cirilito ... Cirilito … ¡Don Cirilito!...”
Su silencio volvió a invadirnos y retornó nuevamente al estatismo, mientras cruzaban en sus recuerdos los macizos nevados andinos que los años habían apartado de su vista. El ronroneo del mate que él llevaba a la boca como atenuante a la sed, con aroma a yerbabuena en ese ardiente verano, le devolvía cierta apariencia humana.
De sus dedos nudosos y cobrizos asomaba el porongo natural fundiéndose en una sola especie. Su mate espumante y con la bombilla presta, parecía mantener la única realidad de aquel instante. Cerró los ojos y la mansedumbre del sueño se posó sobre su cuerpo, con la fuerte osamenta sentada en silla baja y los brazos cruzados en una perfección de estatua.
Y allí lo dejamos después de un largo rato, sin que ningún movimiento involuntario lo privara de aquel equilibrio casi sobrenatural.
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