Creo que nadie lo recuerda en este pueblo, ni sabrían decir de él más que un nombre vacío. O quizás alguien se pregunte, sea sólo por curiosidad, quién fue ese misterioso hombre escrito en una piedra. Pero pese a tanta incertidumbre, hay dos cuestiones de las que estoy convencido: no se sabe nada lejos de aquí, pues la voz de mi pueblo nunca pasará estas montañas; y también, no sé si por azar o por qué, pero he llegado a conocer lo más hondo de su alma, esas palabras que nacieron en su memoria con la misma fuerza que su propio nombre. En verdad, Domingo nunca tuvo muchos amigos, y quizás por eso hemos tenido charlas tan esenciales; quizás sólo yo pude alejarlo, aunque sea unos instantes, de su enorme soledad. Es tanto lo que hemos vivido juntos que ya ni me creo su muerte, e incluso puedo recordar nuestro pasado como si sucediera ahora mismo. No sé si me sobran las historias o el tiempo es demasiado poco para contarlas, pero quisiera aprovecharlo para contar al menos una anécdota, aunque no fuese la más interesante de todas, pues creo que hasta lo más vano de su vida podría darle un sentido a la vida de muchos otros.
Aunque parezca extraño, no recuerdo la fecha ni el año en que sucedió; mi infancia fue tan dura que no puedo diferenciarla de mi adolescencia. Aún así, recuerdo con claridad las estaciones, aquellas montañas que parecían cernirse sobre el mundo como el mismo sol.
Cuando esto sucedió era otoño, pues la montaña se vestía con flores amarillas y el susurro de las hojas acariciaba la silenciosa tierra. A Domingo y a mí nos encantaba andar por las calles vacías de la época, pues nos envolvían en una íntima libertad, como la de un niño con su juguete. También solíamos, entre dos caminos, elegir siempre el más desconocido.
Así vagábamos en aquellos días, charlando sobre nuestras preocupaciones y también de aquello que nos asombraba. Pareciera cosa de dios lo que encontramos una tarde en el arroyo San Miguel. Había una piedra, dura y gris como las demás, pero un poco alejada del arroyo. En su corteza estaba escrita con tiza una palabra que no pudimos definir a unos metros, pero bien presentíamos que decía algo, tal vez porque la sequedad había favorecido que el blanco de la tiza se aferrara con firmeza. Cuando nos acercamos nuestra sorpresa fue mayor, pues no era cualquier palabra ni cualquier garabato, sino el mismísimo nombre de mi compañero: “Domingo”.
¿Pero qué pasó aquí? ¿Qué es esto?, nos preguntábamos con la mirada. Ninguno de los dos recordaba haber estado en ese sitio, ni mucho menos solíamos escribir nuestros propios nombres. Al principio desconfiaba de mí, habrá creído que le escondía un secreto o se trataba de una pésima broma; pero mi expresión de anonadamiento le habrá sido suficiente para dejar de pensarlo. Le dije que no sabía, sinceramente no sabía, “Será otro Domingo”.
De algún modo dudé hasta de mis dichos: ¿qué otro Domingo hay en este pueblo? ¿Quién más llamaría a su hijo con un nombre tan extraño?
Domingo leía su nombre en la piedra una y otra vez. No terminaba de comprenderlo, sentía que estaba dirigido a él, pero no había un motivo y desde ya consideraba que el modo era inoportuno. Siempre fue tímido, lo sabíamos, y por eso nadie le prestaba la más mínima atención. Nadie se acercaba para conocerlo, ni para amarlo ni para burlarse de él. Aquel nombre en la piedra no estaba acompañado de ningún adjetivo, ni ningún otro mensaje. Era “Domingo”, sencillamente un nombre, solo y sin sentido.
¿Pero qué hace ahí? ¿Y qué hacemos nosotros aquí?, nos preguntamos una vez y casi no queríamos hablar del asunto. En un momento sentimos un miedo insólito, como si alguien estuviera allí presente, observándonos. Aún con la duda sin resolver, decidimos regresar a nuestras casas, y ni al día siguiente, ni nunca hablamos ni oímos nada referido a aquella piedra.
Sé que muchos no entenderán por qué cuento esta historia, si ni siquiera yo termino de comprenderla. Pero por algo será que la recuerdo, por algo será que no la olvido. Quizás porque es lo único que queda de él, en este pueblo donde la voz no atraviesa las montañas. Espero que alguien recuerde esta historia, o al menos se pregunte, cuando lea su nombre, quién es Domingo.