ESCENAS BOHEMIAS DE CÓRDOBA
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NOVELA
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por Alejandra Correas Vázquez
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4 — UN GATITO BARCINO
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Un gatito barcino, muy amarillo y lanudo, caminaba entre las mesas. Lo senté en mi minifalda. Era un personaje insólito, de misterio, natural o trashumante. Y todos los allí presentes, juventudes intensas rodeadas de una emoción plena que ocultaba su sencillez. Algo claro a mis ojos. Una infancia aún inconclusa. Sin magia. Sin misterio. Con desconcierto pero con realidad. Cada uno de nosotros traía algo suyo e intentaba elaborar su propio instante, para depositarlo en esa tertulia de la Cantina Azul. Nosotros, los jóvenes, éramos como una llamarada abierta y consciente desentrañando el devenir. El gatito barcino en cambio era el misterio.
—“...Viviana...”— sentí de pronto como un susurro en mi oído izquierdo
Giré sobresaltada la cabeza, enfrentándome con Miguel. No lo había visto levantarse de su mesa, ni sentí su llegada con una silla en la mano para colocarse atrás mío.
—“Viviana... ¿Qué hallas en todo esto? Quiero estar a tu lado solamente... que no haya nadie más que los dos”
—“No me respetas, Miguel— le contesté airada —Yo quiero esta unidad. Todos los que están aquí presentes me son muy necesarios. Tienen en conjunto una fuerza que han condensado, y es un milagro de la naturaleza”
—“¿Qué puedes hallar entre ellos?”— insistió
—“Siento que a su lado miles de burbujas me recorren los miembros, y mi mente circula por muchas distancias”
—“¿Para qué los quieres? Vámonos los dos. Aquí no hay nadie que pueda brindarte algo superior a lo que ya tienes. Vengo de probar nuevas aguas, Viviana... Nada encontré”
—“Mira, Miguel, es tu experiencia y no la mía. Yo no hubiese regresado. No puedo estar en una sola compañía.”
—“¿Estás segura? ¿Acaso prefieres la soledad completa, que antes fuiste a buscar?”— me recodó él
—“No, ya no. Tampoco quiero más la torre del eremita. Hubo un tiempo en que creí que debía apartarme del ritmo citadino, del conjunto noctámbulo. Y entre los cantos rodados serranos, esas hermosas piedras redondas de los arroyuelos, comprendí que yo no podía sobrevivir en ese estado natural”
—“¿Te fue difícil?”
—“Sí, Miguel. En aquel paisaje precioso y primigenio, virgen como el primer día, me di cuenta que la naturaleza pura de la tierra no pertenece a mi esfera. Tengo que transformarlo todo para poder utilizar los frutos de la tierra ¡Huí de la selva de los hombres en aquel tiempo, para comprender con espanto que debía huir de la selva de la naturaleza!”
—“¡Viviana!— él casi gritaba —La selva de los hombres está llena de impurezas. Es un pulpo que nos destruye”
—“Pero es el pulpo del hombre, y éste es el mío. Es mi orden”
—“No acepto lo que dices”
—“El que quiere aislarse se aísla solo, Miguel, sin condenar a otros. Yo no amo ese mundo que buscas y arrastrarme a tu lado es una maldad tuya. Muchos de los que aquí están son parte de mi alma, y continuamente se renuevan, llegando nuevos componentes al círculo”
—“Demasiado dinámico para mí”
—“Es cierto. Pero para subsistir en medio de esta convulsión de la ciudad que explota calle por calle, bomba a bomba, o en la aridez de la vida rutinaria, es necesario construir un escenario propio y aquí lo tenemos”
El gatito barcino dormitaba sobre mi minifalda. Era semejante a una gran espuma amarilla con líneas atigradas, en toque de naranja. Ronroneaba. Su placidez me transportaba a un mundo diferente o indiferente, en medio de la borrasca subversiva y represiva que invadía el ámbito de nuestra ciudad universitaria.
Sentí en ese momento la mano de Miguel presionando mi brazo, como buscando arrancarme de esa contemplación calma del tigresillo en miniatura. Me levanté entonces de la silla y llamé a los guitarristas. Alvaro acudió en mi ayuda. Yo siempre contaba con él, su voz grave cautivaba a todos. Y llevando en mis brazos al gatito barcino como un bien del que no deseaba ser apartada... Exclamé:
—“¡Quiero una nueva canción por el regreso de Miguel!”— dije al grupo guitarrero y mientras ellos lo rodeaban yo me alejé al extremo opuesto
Acurrucando en mis brazos al tigresillo amarillo, cual una mascota de lana, me acerqué a otra mesa. Allí estaba Daniel exteriorizando con vivacidad sus relatos. En su boca las palabras adquirían un nuevo colorido, mientras que la temática flotaba en un mundo imaginario pero construido con el énfasis de una realidad.
He querido siempre mucho a Daniel. Su espíritu de ricas facetas nos traslada mediante esa fantasía propia de los poetas, a un mundo ideal. Separándonos del desencuentro en que vivimos con el resto de los habitantes, los jóvenes bohemios, tanto como el propio desencuentro en que viven entre sí los otros citadinos. Unos por violencia. Otros por rutina. Daniel nos coloca en otro orden, del cual emerge una verdad primaria —que no es táctil— pero sí sensible y humana. Un horizonte posible para nosotros, los de la Cantina Azul.
A su lado Mariela analizaba los conceptos vertidos con fantasía y daba realidad a los hechos. Cada nota tenía su lugar exacto, pero perdía el brillo de la hermosura. Sin embargo su presencia cauta, medida, lógica, se hacía indispensable en el centro de aquella conjunción emotiva por todos buscada. Pareja extraña. Desconcertante. Coordinan por sus diferencias sin que nadie haya podido fisurarlos.
Un maullido persistente nació desde mi minifalda, distrayendo la atención de todos. Y el pompón amarillo bostezó restregando sus ojillos rasgados.
Más alejado del grupo se hallaba sentado Andrés. En silencio. Veía deslizarse delante suyo aquel sinnúmero de emociones y su espíritu introvertido, penetrante, agudo, captaba el contenido en cada uno de los presentes. Pocas veces nos abre su pensamiento. Su verdad. Todo lo que en su interior deambula y que a muy pocos confía.
Andrés no es llamativo. No tiene la personalidad obsesiva de Félix, la gracia de Alvaro, la fantasía de Daniel o la cadencia de Mariela ...Y también ¿Por qué no?... el ensueño de Viviana. O el misterio del gatito barcino. Pero está lleno de humanidad y es muy inteligente, sin exhibición, sin afán de protagonismo. Y precisamente con ello lo demuestra.
No éramos muchos, un grupo de contertulios, y estábamos aislados del resto de la ciudad. Refugiados a plena medianoche en una recova colonial de la Vieja Córdoba. Pero aún así... éramos muchos para Miguel.
Nosotros éramos los últimos sobrevivientes de una bohemia ilustrada en esta ciudad sudamericana, con una Universidad de cuatro siglos, víctima de desafueros. De bombas y gases lacrimógenos. De estampidas callejeras ¡Pero aún continuábamos en Córdoba... persistiendo! Sin emigrar. Sin abandonarla. Confiando en la fuerza ancestral de la Pachamama para preservar la continuidad de nuestra ciudad. Doliente. Dramatizada. Dueña de un devenir ahora en sombras.
Representábamos en aquel conjunto, el rescate de la literatura, la música, la pintura. Eramos la juventud que deseaba producir, acumulando tarea. Mientras afuera de la Cantina Azul pululaba el estruendo de las bombas guerrilleras y los asaltos parapoliciales. Y no sabíamos si al emerger de allí con la madrugada y las primeras luces del día, aún muy pálidas, quedarían ya restos de lo que antaño fuera nuestra ciudad natal.
El reloj giraba en su círculo acelerando el tiempo. La noche evadíase trayendo algunas claridades, todavía muy difusas, y debíamos abandonar a la Cantina Azul. Llegaba para mí el momento de dejar a mi compañero inseparable en aquella noctámbula tertulia, enroscado sobre su propia cola. Sacudí mi minifalda cubierta por una pelusa amarillenta y deposité suavemente al gatito barcino sobre una mesa. Y allí quedó como una efigie de oro.
Y nos fuimos todos juntos en un grupo numeroso. Afuera la calle estaba vacía. El asfalto algo húmedo. La batalla había concluido. Restos de autos carbonizados y comercios destruidos ornamentaban nuestro camino. Pero a pesar de ello, aún continuaba existiendo la ciudad que nos acunara y nos ilustrara.
Aún estaban de pie las “tipas” frondosas que bordean La Cañada. Las pétreas construcciones jesuíticas coloniales. El Teatro Rivera Indarte con su prestancia de una época, en que había cordobeses constructivos... y no destructivos.
Presente y pasado aguardaban un futuro. El mercurio de colores brillaba en la soledad de las veredas. Nosotros recorriéndolas. Un solo conjunto. Un grupo de jóvenes ...Y luego ellos sin mí y sin Miguel.
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Me tomó con suavidad del brazo. Con persuasión. Eliminó la angustia, la presión, la demanda, y me pareció más limpio de terrores. Más calmo. Levanté la vista y lo observé: tenía los párpados bajos, la línea de la ceja era sobria.
Nos desviamos del grupo. No veíamos ninguna ventana con luz, pero sí muchos acrílicos coloridos, rotos en el suelo. Los tubos fluorescentes estaban desnudos. Una lluvia de iones y un artista caminado a mi lado.
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