FABULAS DE LOS ESTUDIANTES
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NOVELA
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por Alejandra Correas Vazquez
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FÁBULA DIECINUEVE
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VIVENCIAS Y VISIONES
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Las circunstancias no variaron. Los jóvenes estudiantes continuaron su ritmo. Tenían en sus manos una esfera de cristal sin bordes y navegaban por ella, sin interrumpirse, abriendo el camino. A su lado la Abuela continuaba dirigiendo siempre a la antigua casa, donde todos ellos residían. La vieja india Juana cocinaba sus platos criollos, la mucama Micaela los atendía y la pequeña Marina jugaba con todos en su conjunto.
El padre pernoctó una semana en la casona ciudadana, para ver a sus hijos estudiantes. Luego partió. Siempre llegaba y retornaba, como un ave migratoria llevada por sus obligaciones profesionales. El ventanal de la sala dialogaba con el aire. Los albañiles que construían el edificio cada vez más alto, en el sitio vecino, divisaban a aquella familia desde sus andamios.
Luz peregrinaba. Después del almuerzo solía errar por las calles de los alrededores, en busca de sus propias vivencias. Un sol tibio inundaba el borde blanco de La Cañada, y una vez más como tantas, apoyóse en él para contemplar aquel hilo de agua del fondo, que se prolongaba hacia los dos extremos de la ciudad.
Asomada sobre la pirca de piedras lo veía rodar, sinuoso, transparente, cual fina cuerda de plata recorriendo su lecho de cemento. Pero las lluvias primaverales lo convertían de improviso en caudal embravecido, desbordante, con su líquido elemento transformado en lodazal obscuro y terroso.
La sombra tupida de las “tipas” que recorren sus costados —en tiempos veraniegos cargada de trinos— parecía hablarle. Bajo las hojas de su follaje, Luz se guarecía en silencio. Una humanidad cruzábase frente a ella, eran los citadinos. Los veía alejarse, variar o interrumpirse, por el estrépito de una bocina.
Luz continuaba allí. Una sordina cubría sus oídos. El sol comenzaba a ocultarse detrás de los edificios y nuevamente se introdujo en el dinamismo de las calles. Contempló una vez más a su vieja Cañada, en cuyos veredones patinaba en la infancia, con su pirca de piedras blancas rodeada de frondosas “tipas”... mientras se alejaba del lugar.
Y en ese momento creyó ser su propio padre, sintiéndose heredera de múltiples recuerdos que él evocaba para su hija. Era muy niño, tal vez un infante de piernas temblorosas, cuando los obreros croatas arrancaron de cuajo el “Calicanto Colonial” de piedra bola, y comenzaron a levantar los nuevos paredones blancos. El lecho natural de La Cañada —lleno de patos y cisnes que los niños alimentaban con miguitas de pan— fue encementado. Como una visión del pasado, Luz creyó reconstruir aquel escenario que ella no había conocido, pero que percibía con claridad por los relatos paternos.
El espacio–tiempo la hizo penetrar de la mano, en forma imaginaria, como si un espejo se abriese frente suyo. Sintióse de pronto un niño pequeño, como fuera su papá en ese tiempo. Sobre el seno antiguo de barro, cercado por el Calicanto cordobés de piedra rústica, navegaba una familia de patitos amarillos. Bajó por la escalerita que se hallaba frente a la iglesia del Carmen, llevando galletitas para darles de comer. Extendió su mano infantil para acariciarlos, cuando otro niño que habitaba en una de las casas enrejadas de la orilla —con balcones que asomaban colgantes sobre el lecho primitivo— acercósele para jugar. Y ambos gurises chapotearon en el agua.
Desde ese momento se encontraron siempre esos dos niños allí, para bicicletear. Era una imagen. Una visión muy lejana. Pero que sobrevivía en el presente, por encima del tiempo transcurrido. Un relato de su padre, escuchado muchas tardes ¿Qué habrían hecho los años de aquel otro niño ...luego que las casonas de la orilla fueran demolidas para dar lugar a dos nuevas calles?
Durante la infancia de su padre aquella avenida nueva de piedras blancas de La Cañada, con su forma sinuosa por el movimiento del lecho de agua, le pareció una fabulosa serpiente. Sin duda lo fue, pues el reptil devoró las casonas y él perdió a su amiguito a quien no vio más. Los ciudadanos levantaron la frente y las callejas se replegaron dentro del corazón de las manzanas. Las moradas de los hombres se elevaron hacia arriba. Desde el vértice de las mismas una línea blanca de piedras, les recordaba con su longitud serpenteante, a las antiguas calles coloniales.
Aquel era un paisaje distinto y lejano, que conocieron los citadinos cordobeses de antaño, como el padre de Luz en su infancia. Con esas casonas enrejadas de tipo arábigo-andaluz, cuyas enredaderas caían desde sus terrazas en forma de lluvia, rozando la calleja empedrada que rodeaba al Calicanto. A las cuales dibujaría por años el gran artista y grabador Oscar Meyer. A su vez inundadas de tiempo en tiempo, por los desbordes del agua tras las lluvias torrenciales.
Y despertando de ese ensueño la niña salió del espejo, para retornar como todas las tardes en compañía de los nietos estudiantes, que habitaban junto con ella en la casa de la Abuela de ellos.
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