FÁBULAS DE LOS ESTUDIANTES
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(NOVELA)
(Córdoba - Argentina- segunda mitad siglo XX)
Por Alejandra Correas Vázquez
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“Esta es la imagen de la casa donde transcurrieron los momentos más preciosos de mi vida. Casa de la que se marcharon y adonde volvieron a golpear nuestras aventuras, como lo hacen las olas cuando se enfrentan a un peñasco árido.” ...Alain Fournier (Le Grand Meaulnes)
FÁBULA UNO
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LA ABEJITA
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Asomada sobre las piedras blancas en el borde de La Cañada, ella contemplaba al hilo de agua sobre el lecho de cemento, que iba a reunirse con el río Suquía en la desembocadura del último puente. Los altos paredones estaban resecos y la hebra brillante semejaba al surco de lágrima que cruza la cara de un niño, al cesar el llanto.
—“El niño soy yo”— pensó... y aquélla era su lágrima.
Luego se apartó de aquel límite de piedras, para seguir caminando lentamente hacia su nueva casa. Las calles cubiertas de estudiantes abríanse como las ramas del ciruelo cargadas de blancas flores blancas, en aquellos días de primavera. Pero la brisa no traía aroma de pétalo, el polvo de la ciudad sólo transmitía la presencia del aceite. Aún de ello, los rostros juveniles del secundario se reunían con los niños del primario, en un solo delantal blanco.
Luz se mezcló entre ellos y volvió a alejarse al llegar a su transitorio destino. Una casa antigua de frente pálido y balcones de hierro. Una puerta de gruesas maderas y el zaguán con azulejos azules decorando las paredes.
—“¡Ya era hora!”— le dijo la anciana al verla llegar —“Cuido tu salud y no quiero que faltes al almuerzo”.
—“Sólo estoy cansada, señora”— sentándose a su lado entrecerró los ojos
—“Y un poco triste. Debes acostumbrarte. Por esta casa pasaron muchos estudiantes”— la anciana se levantó llamando a la mucama
—“La ciudad es mía. Nunca viví fuera de Córdoba. Pero no es mi casa, y yo nunca estuve lejos de ella ...¡Extraño!...”
—“Piensa que tu padre goza ahora de bienestar. Hay allá una oportunidad profesional para él, que no debe irse de sus manos. Y en aquel pueblo de sierra no hay colegio secundario”
—“Están formando uno. Tienen ya segundo año pero yo voy a quinto. Este año termino el Magisterio”— confirmó Luz
—“Con más razón aún, debes habituarte a mi casa”— insistió la señora mayor
Se dirigieron a la mesa, larga y cubierta por un mantel bordado. Su forma ovalada y sus numerosas sillas, parecían un recuerdo estampado en la portada de un libro. El rostro de la dueña de casa era todo un relato, cada cana de su cabeza un año de vida o un hijo en el camino de la madurez. Por la ventana del comedor el patio se abría con sus numerosas macetas, y al final de la tapia el esqueleto de una construcción nueva, parecía elevarse para observar desde la altura del presente a aquella pareja de joven y anciana.
—“¿Por qué me espera usted, señora?”— díjole Luz —“Debe cansarse. Por mí no lo haga, pues yo no tengo apuro en llegar. Me obligará a venir rápido para que no se enfríe su alimento ¿Quiere hacerme un bien, si me ha tomado cariño? No lo haga. No me obligue a llegar a ninguna parte”
—“¿Y por qué quieres impedirme que lo haga? ¿A quién puedo esperar?”
—“Usted tiene una familia grande, la he visto. Aquí en esta casa viven sus nietos estudiantes”
—“En apariencias, niña. Mis nietos tienen todos adonde llegar. Lo encontraron, y ya no necesitan de mi vejez... ¡Estoy segura que hasta les cansa! Me han visto tantos años que ya no saben por qué habitan en esta casa”— contestóle la anciana
—“Porque es la casa de su abuela”.
—“Sí... Es suya, como es de mis hijos, pero no la valoran. No piensan que hay estudiantes que no la tienen, en esta ciudad universitaria. Como un joven estudiante extranjero, el cual durmió días pasados en la Plaza Colón cerca de nuestra casa, pues no encontró al llegar alojamiento. Un policía al descubrirlo lo trajo hasta aquí, pues tenía esta dirección ya que es compañero de curso de un nieto mío. O que otro estudiante también extranjero, con pocos recursos, arregló el calefón de nuestro baño el invierno pasado, para comprar libros”.
—“¿Es eso verdad?”— preguntó luz asombrada
—“Sí ... y ha sucedido muchas veces en Córdoba”— confirmóle la señora
—“Muy triste”— opinó la niña
—“Yo en cambio no lo veo triste, sino muy valioso. Opino que ellos llegarán lejos, pues saben luchar para crecer en la vida”
—“Lo logran desde el principio... es cierto señora”
—“Pero quiero decirte algo, niña. Aquí en esta casa yo soy la Abuela... Y como tu padre jugó con el menor de mis hijos, debes llamarme también “Abuela”, para no sentirte tan extraña entre nosotros”.
La joven sonriendo sentía agudizar más su nostalgia, pero debía sonreír para aquellas canas.
—“Bueno, espéreme Abuela”.
El caldo de caracú se escurrió frío por su garganta, mientras el armazón de madera en la nueva construcción vecina, parecía elevar más alto sus ladrillos.
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Los obreros de esa construcción eran sólo sombras que se delineaban sobre el firmamento. Desde los andamios podrían divisar al horizonte recortado por las sierras. Podrían contemplar el escenario de la ciudad, como nubes bajas asentadas sobre un techo flotante, para dialogar con los vehículos del aire y así presentir el futuro de aquellos hogares, que habitarían el nuevo edificio.
Pero los rostros curtidos de aquellos trabajadores no vieron la línea escarpada del fondo serrano, cubierto por el blanco de la última helada. Ni se detuvieron a mirar los aviones que surcaban el cielo, arrastrando consigo un mensaje sobre los esfuerzos de tantos hombres, que dieron origen a sus vidas.
Sólo uno entre ellos elevó su mirada más allá de las calles ciudadanas, y meditó en su interior sobre las circunstancias que lo llevaran a mezclar el cemento con la cal, para albergar a nuevos seres. Era un estudiante. Quizás presintió en algún momento la mirada que Luz dirigía hacia todos ellos. O la soledad de la jovencita en la casona.
El estudiante contempló esas macetas sobre las baldosas, y un recuerdo de niñez lo hizo sonreír. Pero esa sonrisa no era grata a sus compañeros. Las rudas manos de aquellos hombres de arrabales batían la mezcla sin inmutarse. Sus pieles no sintieron el roce de la cal, como tampoco el zumbido de la solitaria abeja que en pleno centro de la ciudad reanuda su tarea. El la contempló un instante. Admiró sus sabiduría de milenios. Y cuando se hubo alejando, impulsado por su ejemplo salió como ella del letargo, y volvió a introducir sus manos en la mezcla.
La abejita descendió hacia las plantas florecidas, su color pardo se mezcló entre las corolas. Aleteó frente a los vidrios del comedor, detuvo el vuelo junto al perfil de la niña, y como un mensaje de esperanza se apartó nuevamente en la prosecución de su camino.
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