ACUARELAS COLONIALES
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NOVELA
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por Alejandra Correas Vázquez
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LOS COMECHINGONES
Acuarela Treinta y Uno
Sobre los montes agrestes de la sierra cordobesa, errabundos habitantes de un arcaico pasado mantenían su desaliño incivilizado, sin evolución y sin futuro. Nunca habían usado ropa, ni siquiera la de las poblaciones quichuas, sus vecinas. Nunca integraron grupos sedentarios, y habíanse replegado antaño del Inca, como se replegaban ahora de nosotros... Eran los Comechingones, habitantes de cuevas.
Muy incompetentes manualmente, sin civilización alguna, vivían en grupos pequeños y aislados, trashumantes y sin orden fijo, orillando arroyos o enmarcando montes con cuevas. Algunas veces se acercaban a los campos o a los pueblos linderos, y sobrevivían indisciplinadamente sin manifestar arte alguno. Como nunca habían tenido indumentaria, usaron lentamente la nuestra. No llegaron a adoptar la de los poblados quichuas anteriores a nosotros, ni aprendido su lengua ni sus artes, ni aún los primitivos artes de piedra lustrada común a la serranía cordobesa incásica. Nosotros tampoco habríamos de enseñarles casi nada.
Inadaptados luego de dos empresas civilizadoras (la Inca y la Española) regían los montes, rapiñaban todo lo posible, vivían en desorden y en gran suciedad. No fueron con el Inca lo que tampoco fueron con nosotros. Pero nos ocasionaron los mismos problemas. Como en el Alto Perú los Chiriguanos desbordaron las fronteras hispánicas, cuando se sumergió el imperio inca, aquí también las tribus nómadas Comechingonas, producían calamidades.
Los comechingones eran de apariencia inofensiva y nos ocasionaban más de un sentimiento de lástima. Muchas veces se les permitía acercarse por compasión. Sabíamos que el ejército incásico nunca había tenido pena por ellos. Y como el mayor delito en la Ley del Inca era el robo, con su persistencia constante para la rapiña, los comechingones fueron expulsados o muertos por el incaísmo. Vivían en cuevas y ese es el nombre que les dieron, Comechingón (o sea cavernícolas).
Había que resguardarse del peligro. Íbamos a aprender nosotros también, en carne propia, a defendernos de ellos y a despreocuparnos por su aparente situación inofensiva. Ellos no eran tranquilizantes, no tenían familia organizada, ni tampoco tribu nominada. Podían vivir en manada, su forma de actuar respondía a ello. Ramona y Ermenegildo, conocedores de un pasado en el fondo muy próximo, estaban muy preocupados alertándonos de continuo. Y su razón sería confirmada con creces. Cuando aparecían, desaparecían gallinas, huevos, ropa, quillangos.
Si evadíamos su contacto era porque nos espantaban debido a su suciedad memorable, lejana, antigua. Ningún Inca los integró en un mundo orgánico. Algunas veces de lejos los observábamos, pero junto a Ermenegildo quien nos prevenía de ellos como de una amenaza latente. Toda la paisanada montaba guardia cuando los veía aparecer en la cercanía, temiendo por sus ranchos de adobe y piedra, seguros contra viento o lluvia, pero que no tenían cerraduras. Y solicitaba de nuestro padre autorización para expulsarlos.
Pero la paisanada tenía también su defección del núcleo de la Merced... pues nos abandonaba compartiendo todos (armados) un ejército privado en tiempos estacionales, partiendo junto con mi padre precisamente hacia el Alto Perú. Y en la Merced quedaban sólo los muy jóvenes, niños, o los muy adultos. Suficientes para rechazar el peligro montaraz de los nativos vagabundos. Las mujeres integralmente.
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ACUARELA TREINTA Y DOS
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EL MALÓN
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Nosotros no temíamos a los Malones que habían corrido familias enteras al sur de la ciudad de los templos jesuíticos. Córdoba del Tucumán estaba a relativa distancia nuestra, y esa distancia creíamos que nos salvaba del peligro malonero. Pero no era ello una seguridad total. Aquellas movilizaciones vandálicas, de hordas araucanas patagónicas provenientes del sur,. eran tribus con caciques, familias y nombres propios…
Nuestro padre había emprendido su tránsito al Alto Perú, un otoño abrileño… Cuando el Malón invadió la Merced.
Ellos habían apostado espías que vieron la partida de la caravana, y cayeron sobre nosotros como una bandada. Los maloneros como cuatreros ancestrales lograban apoderarse de ovejas, bueyes, caballos y vacas,
Las mujeres fuimos encerradas por Tobías en el sótano de la casona, y nuestra madre que se hallaba embarazada, se vio de pronto ante la inminencia de un parto prematuro. Rufino habría de nacer cuando sobre nuestras cabezas golpeaban las mazas de piedra, Todo abajo se multiplicaba. Y los rudos se agigantaban en una dimensión despavorida.
Corríanse estrepitosamente los muebles que Tobías y Ramona apoyaban sobre las puertas y ventanas para atrancarlas. El vozarrón de Ramona bajando en medio del alboroto, calentando agua para el recién nacido, se entremezclaba con las órdenes de Zenón y Tobías. Nosotras allá abajo no sabíamos si era un día de nacimiento o de renuncia. Ignorábamos si aún existía la casa arriba nuestro. Ramona imponiendo el silencio y sin explicar nada –como era habitual en ella- terminaba por acostumbrar nuestra conciencia a las circunstancias. Micaela me ordenaba diferentes tareas, y en aquellas horas creímos crecer todos en edad.
La noche entera continuó la ofensiva, cortada de pronto, varias horas después, por una partida de soldados acompañada por los peones de las otras Mercedes próximas. Zenón había cabalgado hasta la Merced de tío Silvano en busca de socorro. Y también enviado a sus peoncitos hasta la guardia militar más próxima. Al día siguiente en toda su extensión, los pobladores de varias Mercedes arrojaron a los maloneros más allá del límite.
Rufino había llegado al mundo casi con tragedia. Su naturaleza habría de ser, sin embargo, muy calma. Y se convirtió en nuestra mascota, luciendo su belleza. Micaela acomodaba un niño de piel roja que sería muy rubio, de rostro redondo, ojos claros y facciones también circulares.
Medio día después nos permitieron subir, saliendo del sótano. Ramona y Tobías tenían ya todo ordenado. Aunque afuera se oían aún las descargas de pólvora de los soldados.
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