Ya había apagado el monitor y acomodado las carpetas de recortes de diarios en el cajón del escritorio. Ahora seguía las manecillas casi sin pestañear, en medio del barullo de llamadas telefónicas y teclados. Cuando el reloj dio las doce dejó su cubículo, cruzó la oficina, rápido, sin mirar a nadie, y salió a la calle.
Presionó el botón y el ascensor trepó, indolente, los trece pisos. Ayudándose con el hombro abrió la puerta del monoambiente. Era una habitación oscura, húmeda. En el suelo, los libros, apilados en columnas de distintos tamaños, parecían edificios de una ciudad miniatura cuya única avenida conectaba el escritorio de la computadora —ubicado a la izquierda, contra la pared— con la cocina, el baño y la puerta desde donde ahora ingresaba. Al fondo, una cortina granate cubría la ventana que daba a la calle.
Corrió la cortina. El rayo de sol que invadió la habitación se llenó de partículas flotantes. En el monitor insomne, tras la última palabra, primorosa, titilaba la barra del procesador de texto. Tomó asiento. Sacó un cuaderno del cajón, hizo algunas anotaciones, leyó otras de páginas anteriores, y llevó las manos al teclado como un pianista próximo a dar un concierto. La lenta sinfonía de las teclas cobró intensidad con el correr de los minutos, interrumpida de pronto por algún desafinado acento, puntuación o palabra. Escribía diligentemente, pero sin presiones. El flujo del tiempo, pegajoso y denso en el agobio, líquido y veloz en la prosperidad, lo tenía sin cuidado.
Se había ocultado el sol y ahora la habitación recibía una luz mortecina. Comió la última banana, ya marchita, perdida entre el cementerio de cáscaras de la mesada, y salió a dar una vuelta a la cuadra. Llevaba las manos en los bolsillos y caminaba lentamente. De pronto una idea quedó atrapada en el anzuelo de sus pensamientos y echó a correr. Cubrió la ventana, se sentó y escribió. Los dedos drenaban el contenido de su imaginación sobre las teclas, los ojos enrojecían ante el chorro de luz de la pantalla y encorvaba la espalda como si quisiera zambullirse de cabeza dentro de las oraciones. A veces un bostezo, una pausa involuntaria o la picadura de un mosquito lo desconectaban del trance. Entonces miraba las sombras de los rincones, oía la queja de su estómago lo mismo que el escape de algún automóvil, pero pronto el texto volvía a reclamarlo.
Despertó. En la mejilla derecha llevaba las marcas del relieve del escritorio y sobre la frente le caía el cabello revuelto. Corrió la cortina. Una neblina sinuosa cubría la calle. Lentamente desaparecían las estrellas. Miró la puerta, primero, miró la computadora, después, y se sentó a escribir.
Doce días más tarde, alguien, probablemente el conserje, deslizó el telegrama por debajo de la puerta. No necesitó ver el sobre, acaso el primero desde que vivía allí, para adivinar el remitente. Sí había augurado golpes a la madera, algún llamado desde el pasillo, y tal vez, si se empecinaba en su silencio, la admonitoria voz de un oficial que le obligaría, ahora sin remedio, a abandonar el escritorio y estirar la mano al picaporte. Pero nada de eso sucedió. Era libre. ¡Y qué jugosa, qué vigorosa resultaba su escritura ahora que disponía de la jornada entera! Allí dentro era siempre de noche, y olvidaba por completo las piernas hasta que sentía el aviso impostergable de la vejiga o hasta que iba a la cocina a engañar el estómago con puñados de arroz o fideos crudos, y aún en las exiguas e intermitentes horas de sueño se veía sentado frente a la computadora, haciendo del teclado un piano cuya música se transmutaba en letras, palabras, oraciones y párrafos.
Pero un día la sinfonía se detuvo. La pantalla quedó negra al mismo tiempo que la computadora produjo un sonido decreciente, desinflado, como si los circuitos, al perder el suministro eléctrico, manifestaran una sentida exhalación de alivio. Quedó inmóvil, perdido en la oscuridad. De no ser porque guardaba el archivo de texto después de cada palabra, hubiera caído en un desasosiego irremediable. Se levantó. Siguió el sendero a la puerta palpando las estructuras de libros. Afuera, en el corredor, las luces brillaban en un amarillo gastado; más allá, sobre alguna mesada frente a algún sillón, sonaban las carcajadas de un televisor. Abrió la puerta de par en par y buscó, de cara a la luz para no hacer sombra, entre las pilas de ejemplares, el alargue. Lo encontró enrollado en un rincón, aplastado por libros como una serpiente atorada entre las piedras. Después de desenchufar el cable de la computadora y conectarlo en uno de los cuatro encajes, enchufó el alargue en un tomacorriente del pasillo, junto a la puerta, comúnmente utilizado por el conserje para hacer funcionar la aspiradora. Y nada más introducirlo se desperezaron los circuitos y la pantalla se encendió, lenta, como la transición de la noche a la mañana. Cerró la puerta, procurando que el cable pasara por la rendija. Y se sentó a escribir.
Pero no duraría demasiado el trance literario, pues aquello que comenzó con crujidos de estómago, al principio solventado, como se dijo, con granos de arroz o fideos, crudos y masticados a la ligera, cuando estos comestibles se agotaron, derivó en dolores de cabeza, mareos y temblores por todo el cuerpo. La gota que derramó el vaso no fueron los sucesivos desmayos ni la fatiga que lo hundía en el asiento, sino cuando reparó que su estado no solo afectaba su cuerpo, sino también su mente, que trastabillaba entre oraciones y perdía el equilibrio de la concentración. De modo que volvió a revisar la alacena, los cajones de la mesada, la heladera inútil. Pero no halló más que cáscaras petrificadas, bolsas vacías y latas degolladas. Corrió la cortina, por primera vez en semanas, y no imaginó que la luz del sol lo recibiría con semejante despecho; se cubrió con las manos como quien bloquea nuevos golpes, los párpados comprimidos, la cara contraída de dolor. Así permaneció unos instantes, hasta que, lentamente, pudo abrir los ojos. Y luego buscó, con la agilidad que le permitía el cuerpo, entre los libros y cajones del escritorio, monedas, billetes u objetos de valor que vender por los dos primeros. Pero no halló más que unos centavos y un billete cortado a la mitad.
Despertó desparramado encima de los libros, con el medio billete en la mano y un golpe en la mejilla derecha. Por la ventana ingresaba, ahora tímida, la luz de la tarde. Se puso de pie ayudándose con el escritorio. Minutos después, salió. Caminó una cuadra, dobló a la izquierda y se detuvo en la vereda, ante los cajones rebosantes de frutas y verduras. Recién al segundo llamado oyó al vendedor que le preguntaba, de pie junto a él, qué se le ofrecía. Entonces levantó una mano, negó con la cabeza y siguió caminando. Pero al llegar a la esquina vio que el vendedor ya no estaba. De modo que volvió sobre sus pasos, ahora rápidos, aunque no tanto como para que pareciera huir de algo o alguien, midiendo el cajón de bananas con tanta atención que cuando pasó a su lado, preciso y veloz como la lengua de un lagarto, tomó un racimo y lo escondió debajo del abrigo. Salivaba como un perro. Había planeado comerlas en el departamento, pero al doblar la esquina se sentó en unas escaleras y casi que no les quitó la cáscara. La boca rebalsaba de banana pastosa, como si el cuerpo, en la urgencia, le pidiera que omita el masticado. Permaneció unos minutos, lanzando las cáscaras a la vereda con la idea de que alguien resbale con ellas, de arruinar sin motivo el itinerario o por qué no la vida de un desconocido, y luego, sosegado, satisfecho, regresó al departamento.
Tres días después volvió a salir. Llevaba un saco de bolsillos holgados. Pasó por delante de los cajones rebosantes de frutas y verduras, las midió, calculó el tamaño, el peso, se fijó la maduración, todo en los escasos segundos que le tomó recorrer la vereda de la verdulería, y siguió como quien pasea por una ciudad ajena. Llegó a la esquina, se aseguró de que no hubiera nadie frente a los cajones, y regresó. Había más automóviles que peatones. También sonaban, cercanas, las campanas de la iglesia. Conforme se acercaba, el corazón aumentaba la violencia de su latido; caminaba partido en dos: las piernas, veloces y osadas, pero encogido sobre sí mismo de la cintura para arriba. De pronto una anciana se detuvo ante el cajón de berenjenas y no tardó en salir el verdulero, que, aunque atento al pedido del cliente, a quien, por la soltura del trato, parecía conocer, llevó inexorablemente la mirada al hombre que, detenido en seco a pocos metros, lo observaba con una expresión asfixiada. Atrapado, congelado por los perspicaces ojos del verdulero, resolvió dar media vuelta y echar a correr. Solo se animó a mirar sobre su espalda cuando recorrió un par de cuadras. Le alivió saber que nadie lo seguía, porque hubiera jurado que unos zapatos le habían pisoteado la sombra. Frustrado, pero, en cierta medida, envalentonado por la experiencia, se conformó con un puñado de golosinas que hábilmente sustrajo de distintas tiendas.
La ingesta de caramelos, racionados, esparcidos por el escritorio como migas de pan, le suministró una inyección de energía que, pese a mitigar los desmayos y la fatiga, le trajo, con el correr de los días, molestias estomacales e indigestión. Escribía, sí, pero oyendo los estruendos de los órganos internos, y hasta esperando, porque terminaron por volverse recurrentes, los retorcijones. Todavía quedaban algunas golosinas sobre el escritorio, lo suficiente para, máximo, alimentarse otra semana, pero llegada la mañana tomó el saco y salió. Es que había soñado que en vez de libros la sala estaba repleta de pilas de frutas; manzanas, mandarinas, peras, duraznos y especialmente bananas que consumía junto a la ventana y cuyas cáscaras tiraba a la calle con la esperanza de que cayeran en la cabeza de un caminante. Llegó a la esquina de la verdulería. Los cajones no le llamaron tanto la atención como la anciana, la misma que lo había frustrado la última vez, que se despedía del verdulero con leves inclinaciones porque llevaba bolsas en ambas manos. La siguió. ¿Cuánta resistencia podría ofrecerle? Sin embargo, cuando estuvo a pocos pasos de ella, notó, colgada sobre su hombro derecho, una cartera negra que no había visto antes debido a la fijación con las bolsas cargadas de vegetales. Y si no lo dudó fue porque comprendió que en la cartera cabían varias de ellas, quién sabe cuántas, quizá decenas si la señora, por nostalgia o por conservar, aunque oculto, su refinamiento, llevaba consigo objetos de valor. La alcanzó, estiró el brazo y tironeó. Pero la mujer, que tuvo el reflejo de dejar caer ambas bolsas, se aferró a la correa negra, primero con una mano, luego con la otra, y ágil, realmente ágil para su edad, fijó las piernas en el lugar y tiró en sentido contrario, mirándolo a los ojos, temerosa y a la vez decidida a mantener su posición. No supo cuánto duró aquello. Solo recordaba, después, al recapitular aquella escena desde los confusos ángulos que le ofrecía la memoria, que dejó de tirar, tal vez algo avergonzado de su propia debilidad, y empujó, y vio, con la cartera sujeta en las manos, cómo la anciana caía, lo recordaría en cámara lenta por alguna razón, cómo caía de espaldas y cómo daba la cabeza contra el cordón y rebotaba contra el suelo, como mínimo un centímetro, tal vez dos. Alguien había gritado, o había sido él mismo, no estaba seguro. Y solo recordó que llevaba la cartera cuando, jadeante, sudado, sacó la llave del bolsillo para abrir la puerta.
Pasó la noche sentado frente a la computadora, inmóvil, oyendo el golpe seco del cuerpo al impactar contra el cemento. Y veía —esto bien pudo haber sido un recuerdo o una creación— cómo la rueda de un auto aplastaba, destrozaba una banana que había rodado a la calle. A la mañana temprano supo que la anciana había muerto. Lo oyó de la boca del conserje, que detuvo la aspiradora en el pasillo para comentárselo a un vecino. El intercambio duró unos minutos. Con la oreja pegada a la puerta, imaginó al vecino de brazos cruzados, negando con la cabeza, y al conserje, desgarbado, encendidos de furia los ojos y en los labios el lamento, pues decía conocerla desde hacía años y siempre que pasaba por la vereda se saludaban con breves alusiones del clima. Se despidieron. La puerta se cerró, brusca, y momentos después se oyó la aspiradora en una planta inferior. Hizo caer varias pilas de libros de camino al baño. Abrió el grifo de la ducha, pero solo despidió un hilo de agua que se cortó inmeditamente. Salió. Subió a la terraza por las escaleras, casi gateando los escalones. Un manto de nubes grises cubría el cielo y el viento movía a su antojo las pocas prendas colgadas en la soga transversal. En el muro que rodeaba la terraza, ubicada a un metro del suelo, había una canilla. Se desnudó y arrodilló bajo el chorro de agua helada y se frotó el cuerpo como si las manos fueran lijas.
Desnudo, empapado, se sentó frente a la computadora. Cerró el archivo de la novela y abrió uno nuevo. Esta vez, el piano de las teclas emitía una música atolondrada, presurosa. Comenzó, porque de alguna manera debía comenzar, por el recorrido de las manecillas del reloj ubicado encima de su cubículo. Daba saltos narrativos, burdas elipsis; de la cortina granate al telegrama, del corte del servicio eléctrico a los desmayos, arribando lentamente, como quien reniega de su propio destino, al forcejeo, al empujón, al golpe seco del cuerpo que rebotó un centímetro, tal vez dos, contra el suelo. A pesar de que la extensión del nuevo documento, en comparación con la novela, era más bien breve, le tomó varios días llegar al presente de su relato. Ahora, él, que planeaba la trama de sus ficciones hasta rayar la obsesión, se preguntaba cómo seguir, cuál sería el desenlace, y de pronto, como si la realidad respondiera a sus interrogantes, oyó, subiendo por las escaleras, el repiqueteo de zapatos, rígidos, autoritarios, y miró la puerta, la miró, la mira, la miro, y escribo, tembloroso, desnudo, sin prestar atención al teclado, y escucho el grito salvaje que clama por mi desde el pasillo, luego el silencio, silencio, hasta que irrumpe el eco mortuorio de los golpes sobre la madera, que cruje, que se astilla, que cede.