MENTIRAS VERDADERAS (Primera Parte)

El hombre caminaba absorto en sus bulliciosos pensamientos, que se encaraban uno a uno reviviendo el tiempo. Su espalda encorvada, daba la impresión de cargar un pesado e invisible saco, tal vez de recuerdos. Bajo el brazo, llevaba un paquete, no muy grande, se visualizaba un papel de regalo ya desteñido y arrugado. Su semblante, envejecido, su mirada a flor de suelo, su vestimenta casi añeja, pero impecable y una corbata de seda que aun brillaba en su pecho.
Hacía tantos años que no recorría esas calles, cuando él se marchó, eran polvorientas, ahora, pavimentadas, con letreros de tránsito y jardines floridos. En la esquina, le abría las puertas el bar, ese bar en donde vivió cada noche un encuentro, cuando ahí no pasaba el tiempo. Noches interminables de risas, de bebida con la primera mujer que le sonreía, para luego salir de mañana a un cuarto de hotel, en donde daba rienda suelta a sus placeres, placeres que desaparecían, junto con el olor a vino, a cerveza y a humo de tabaco, cuando se daba la fresca ducha, que lo traía de nuevo a la realidad.
Se iba directo a su trabajo, somnoliento, pero satisfecho por haber saciado sus deseos de hombre.
La empresa donde trabajaba, no era tan grande, por lo que podía echarse un sueño a mitad de la tarde. La venta de autos usados no estaba en su mejor momento, la clientela estaba alejada, en espera de la baja de precios. A pesar de ello, nunca le faltaba el dinero, por ello podía darse sus gustos.
El acudir al bar cada noche, luego del trabajo, le hacía olvidar sus compromisos de esposo y porque no decir, también los de padre. Los problemas que le urdía su esposa Leonora, siempre reclamando, que no alcanzó el dinero que dejaste para el almuerzo, que a Julio había que comprarle zapatos, que Ignacia necesitaba una blusa, que la cuota del colegio y así, todos los días un cuento nuevo. Nunca le alcanzaba el dinero. Claro, si se compraba los mas costosos vestidos, joyas y maquillajes, su ropa interior fina, con las cuales salía la mayor parte del tiempo, cuando iba a visitar a su madrina, mujer que la había criado desde pequeña, al morir su madre. El no quería casarse, pero su madre, constantemente exigiéndole nietos, que si no le daba nietos pronto, no le dejaría ni un peso, por eso se casó. La mujer que eligió, no era la que el había soñado, a pesar que era una hermosura, delicada, cariñosa, pero había algo en su mirada y que él no podía descifrar. El primer año de casado, no fue problema, aunque él no se ausentó de las noches en el bar, de los amigos, siempre llegaba tarde a la casa, o más bien no llegaba, le daba lo mismo dormir fuera que en casa. Él era hombre y debía tener sus espacios, nadie podía coartarle su libertad, menos su mujer. Pero luego de que descubriera que Leonora tenía un amante, se le vino todo su mundo abajo, pero, bueno, si él no la amaba, debiera darle lo mismo. En su soledad se preguntaba, cómo podía esa mujer haberlo engañado, mentirle cada noche en sus brazos, él era bien hombre, sabía tratar a las mujeres, seducirlas, envolverlas en pasión, pero a ella le era indiferente. Nunca lo espero al llegar del trabajo, siempre cenando solo, hasta su ropa lucía de mal aspecto. Y él, callado, mordiéndose la rabia, confiado en que era un castigo por haberse casado tan precipitado y sin amor.
Pero, que estaba pensando, ¿acaso estaba buscando excusas por su huida, a lo que él llamaba un infierno? Las veces que su mujer lo esperó para cenar, él no llegaba, cuando se vestía con su ropa interior fina y delicada, él la ignoraba, solo la satisfacía porque era su mujer, él no la amaba.
Fue esa tarde de otoño, debajo de los almendros, cuando Leonora le dijo que no quería seguir con él viviendo, que la perdonara por haberlo engañado tanto tiempo, pero que era el momento de que él supiera la verdad. Nunca lo había querido, fue un escape que vio ella, luego de romper con Alfredo, su primer novio, con el cual se seguía viendo, además, lo más doloroso que le confesó, es que Julio e Ignacia, no eran sus hijos. Eso fue lo que le partió el alma, cómo podía decirle aquello, si él los acunó en sus brazos cuando nacieron, si los sintió sangre de su sangre, si velaba el sueño de ellos cuando la tormenta de invierno los asustaba. Cuan despiadada había sido Leonora, fue ahí que decidió marcharse, se fue al norte, a trabajar a una mina, logró obtener un buen puesto y a pesar de que Julio e Ignacia no eran sus hijos, cada mes les depositaba una parte de su sueldo. Pero sufría, extrañaba, ¿por qué si él no amo nunca a Leonor?