Un domingo de invierno mi padre me pidió que lo acompañara al antiguo Estudio Auditorio del SODRE. Fue poco antes de que un incendio lo consumiera, no recuerdo la fecha exacta.
Él tenía que afinar dos pianos a tono y necesitaba que le diera el “La central”. Yo tendría trece, tal vez catorce años.
Mi padre golpeaba a intervalos el diapasón que inundaba el aire con una vibración pura. Mientras afinaba uno de los instrumentos reproducía los monótonos acordes y arpegios a que estaba acostumbrada. A continuación ajustaba cada clavija con la llave, para lograr variaciones que sólo él percibía.
Sentada en la banqueta frente al otro piano, bastante aburrida, esperaba sus órdenes para pulsar la nota a partir de la cual afinaría el resto del teclado.
Estábamos solos en el escenario, la platea y los palcos a oscuras y completamente vacíos daban al teatro un aspecto algo siniestro.
De pronto llegó un hombre joven acompañado de otro mayor.
Del hombre mayor no recuerdo si era redondo o cuadrado, verde o azul, sin embargo el muchacho me fascinó al instante. Venía a ensayar el concierto en La menor de Schumann para piano y orquesta.
Era de una belleza armoniosa, alto, delgado, de rasgos delicados. Tenía esa apariencia frágil que me atrajo en lo sucesivo y lo hará hasta el fin de mis días.
Lo que más me impresionó fueron sus manos de dedos largos y finos. Pero más que sus manos me hechizó el modo en que se quitó los guantes de napa forrados de piel. Ese simple gesto me resultó de una sensualidad inefable.
Tocó algunos fragmentos del concierto y me terminó de enamorar.
Han pasado más de cuatro décadas y cada vez que escucho ese concierto rememoro el momento mágico en que Homero Francesch desnudó sus bellísimas manos. El recuerdo de ese instante amalgamado con el sortilegio inducido por la obra hace que, de vez en cuando, derrame alguna lágrima.
No lo volví a ver. Vive en Suiza desde hace mucho tiempo, donde hizo una carrera brillante.
Sus rasgos se borraron de mi mente, no así la emoción que sentí cuando se quitó los guantes.