Yo estuve ahí. La chica, la señorita, la muchacha, casi se cae al bajar por la duna porque los pies se le hundían en la arena. Se sujetó de la persona que la acompañaba, el padre creo, un hombre de pecho velloso y facciones impertérritas. Atrás venía la madre, idéntica. Pusieron una manta sobre las diminutas brazas, dispusieron las sillas portátiles de frente al sol, se sentaron. No hablaban; él leía, ellas tomaban agua fría de una botella, urgidas por la temperatura. Vi sus mejillas rojas y la humedad en la frente que limpiaban con pañuelos. Un comentario con pantomima sobre las nubes que, intermitentemente, cubrían el sol. Una botella vacía, otra comenzó a vaciarse con igual rapidez. La chica, la señorita, la muchacha, pidió permiso al padre. Éste, no del mejor modo, aceptó, dejó el libro a un costado, la miró quitarse el pantalón largo y descubrir el torso al mismo tiempo que, con el dedo levantado, le repetía, me dio esa impresión, las mismas palabras. Ella lo hacía todo lentamente, la cabeza gacha asentía. La madre miraba en silencio. Cuando por fin despojó las prendas, la chica, la señorita, la muchacha quedó a la vista con una ropa de baño peculiar, decimonónica: el sostén consistía en una tela gruesa y firme, que cubría incluso el corazón; la parte baja, del mismo color y material, apenas dejaba visible el ombligo y escondía medio muslo. Era delgada, blanca como las prendas que no evitaban el pudor. Desde allí, desesperada, corrió los tantos metros que la separaban del mar; llevaba sandalias. Se adentró en el sosiego espumoso mientras su padre retomaba la lectura y su madre terminaba la segunda botella. Entonces, sucedió. Vi la secuencia con absoluta claridad, debo haber sido el único. La furia de una ola la hizo girar en el agua, sin control, y, como si se tratara de dos manos libidinosas, le fue arrancado el sostén. Se puso de pie entre la espuma, el antebrazo derecho cubrió el pecado. Dio varios pasos hacia atrás, hasta que el agua le llegó al cuello. Lloraba. Gritó dos, tres veces; lo sé no por haberlo oído, el mar y el bullicio eran despóticos, sino por la boca abierta y los ojos desesperados hacia a sus padres. Después miró en todas direcciones buscando la prenda extraviada; no estaba, ahora pertenecía al océano. Lloró aún más. Nadie la vio, nadie la escuchó. Sonó la campana, gritos de alerta desde la playa, gente en la arena que se ponía de pie y miraba hacia el mar. Los chapoteos en el agua fueron tantos como los alaridos; los músculos de las piernas se prendían fuego. Ella, la chica, la señorita, la dama gritó más, lloró más, pero se mantuvo en el lugar, sola. No se movió pese a las advertencias de quienes estaban a salvo, tampoco respondió a las clamorosas plegarias en llanto. Allí permaneció, desesperada, el brazo como una espada contra su pecho. Nadie la socorrió, yo tampoco; miré, miramos. Desde el agua, un chillido que se apagó de repente; espuma roja, nubes cubriendo el sol.