La Rutina de una Madre

El bebé la mira fijamente mientras da pataditas y aletea con los brazos. Helena suspira y sonríe mientras le seca los pies con la toalla; sabe que, después del baño, el pequeño espera mimos y carantoñas. “Tan chiquitín que eres y ya tan bandido”, le dice, mientras le hace cosquillas en la barriga. El niño ríe. Helena lo viste, lo acomoda en la cuna y le da un sonajero para que se distraiga mientras ella va a la cocina a prepararle el biberón. Es la rutina de cada día. La rutina de una madre.

Helena es una mujer joven. Para muchos, quizás demasiado joven para ser mamá. Le advirtieron que aquello le arruinaría la vida, le dijeron que era un sacrificio enorme, una locura, un error; mas ella siguió adelante, incluso cuando Jaime, su novio, la abandonó cuando supo que estaba embarazada; le bastó tener a su hijo entre sus brazos para encontrar la fuerza necesaria para soportar tanta incertidumbre.

“Hora del ejercicio, mi niño”, anuncia Helena extendiendo la colchoneta sobre la alfombra de la sala. Boca arriba, el bebé se esfuerza por alcanzar los juguetes que la mujer ha dispuesto a sus costados.
Intenta girarse, su rostro enrojece por el esfuerzo. No lo consigue. Helena le ayuda, le empuja suavemente la cadera hasta que el niño queda boca abajo. Su cabecita pugna por mantenerse erguida.

Hoy resultó ser un día especial, un día para recordar: luego de algunos intentos infructuosos, el niño logra voltearse y ponerse boca abajo por primera vez solo, sin ayuda de Helena. Ella lo celebra alborozada, “Dani, Dani, lo lograste, ¡ay que grande está mi niño!”, lo abraza, lo besa, y da vueltas bailando con el crío en brazos.

La primera vez… Helena guardará este momento allí, en ese lugar del alma donde habitan sus pequeñas ilusiones, junto a la primer sonrisa de Daniel, y donde también atesorará quizás su futura primera palabra y sus primeros pasos. Mas se da cuenta de que en ese espacio hay ausencias que duelen. Se asoma al ventanal y su mente se sustrae al momento presente. Un deseo de marcharse le invade, se siente de repente impropia, fuera de lugar, extraña. Se acerca al teléfono. Quizás debería llamar. Toma el aparato, se dispone a marcar, pero en ese momento Daniel llora. Es hora de comer.

“Ea la nana, ea la nana, duérmete lucerito de la mañana…” Helena canta y su voz es como una pluma danzando en el viento, un arrullo que acaricia. El pequeño pronto se queda dormido. Helena lo contempla en la penumbra y una lágrima resbala de su mejilla.

Ha oscurecido. La mujer recoge los juguetes y pone la ropa del bebé a lavar. El timbre oportuno del teléfono le espanta la ansiedad. Un momento después, Helena, dichosa, entra en el dormitorio, besa en la frente al pequeño Daniel y le susurra: “llamó tu papi, cielo, ya viene para acá…, adiós mi niño”.

Media hora más tarde un hombre alto y bien vestido entra en la casa.

—Hola, Helena —saluda dejando el saco en el perchero y aflojándose la corbata—, ¿Cómo está mi pequeñajo? ¿Te dio mucha guerra?

—No, para nada… —Iba a contarle la nueva hazaña de Daniel, pero, como siempre, el hombre estaba muy ocupado como para escuchar.

—Helena, ¿es posible contar con sus servicios mañana en la noche?, debo asistir a una cena. Regresaré a casa cerca de las once.

—Bueno, don Rodrigo, tendría que averiguar con mi madre a ver si puede quedarse con mi niño.

—Averígüeme y me avisa mañana en la mañana... ¡Ah! Cuando regrese Patricia de su viaje este lunes, cuadro con usted lo del pago de este mes, ¿le parece?

—No se preocupe, don Rodrigo, yo…

—Bien, hasta mañana, Helena, y gracias.

Helena se marcha, corre por la calle. El autobús le parece una tortuga coja. Quiere llegar lo más pronto posible a casa, antes que su hijo Miguel se duerma. Esta noche siente, más que nunca, la enorme necesidad de mirarle a la cara, darle un beso en la mejilla y decirle que lo ama por sobre todas las cosas.

Bueno, el relato me gusta. Impecablemente narrado, y con ese puntillo del final, que rompe y sorprende a un tiempo. Supongo que en cualquier situación, las madres los son a tiempo completo, a pesar de todo. Por eso se dice que madre no hay más que una, aunque a veces, resulte un poco postiza como es el caso.
Un saludo de Orwell

Orwell, muchas gracias por tu lectura y comentario. En verdad esta historia es un pequeño homenaje a esas madres que he conocido que trabajan como madres de niños ajenos y que, peor aún, son emigrantes y ni pueden ver a sus propios hijos al final del día.

QUE BUEN RELATO,VAS ATRAPANDO AL LECTOR EN LA TRAMA PARA SORPRENDERLO EN ESE FINAL,SIN DUDA LA RUTINA DE UNA MADRE QUE HACE TODO POR SU NIÑO.
ME ENCANTO MUY BUENO

Wow!!!

Gracias, Mateo y Artemisa, por vuestra lectura y comentarios.

Una madre es una madre.