Él hizo acto de presencia calculo que alrededor del cuarto o quinto día después del naufragio. Recuerdo el momento porque yo estaba abandonado sobre el lomo de la motora, medio dormido y entregado a visiones imposibles cuando vi. aparecer de lejos sus majestuosas aletas. Cortaban la mar calma como un bisturí corta una lámina de tierna grasa. Cuando llegó hasta mi posición, golpeó suavemente con su cuerpo delicado y grácil la barcaza. Fue como un saludo.
Mi primera emoción fue la de asustarme. Un miedo pánico y cerval crispó hasta el último de mis músculos y alertó hasta el último de mis sentidos. Y en lo profundo de mi cerebro cuajó, como una flor de tinta que se extiende irrefrenable, el terror que ese tipo de animales inspira en cualquier ser humano. El de ser devorado vivo.
Pero Él, lejos de querer mostrarse arisco y bravucón, se limitó a dar varias vueltas en círculo alrededor de la motora, y desdeñoso, se marchó luego.
Respiré aliviado cuando lo vi partir, pero ya nunca me abandonó aquella sensación agridulce que su sola presencia provocó en mí. De una parte estuvo bien tener compañía después de tantos días de soledad y desesperación. Pero de otra, aquel temor gratuito excitaba en mí magín un desasosiego incontenible y disparatado.
Vino más veces, y más días.
Al final, antes del rescate, sus visitas terminaron por convertirse en la única sensación agradable de todo aquel lamentable asunto.
Llegaba a mí como siguiendo un ritual. Se acercaba, se mostraba, y diríase que incluso, me animaba a no desfallecer, a aguantar una hora más, un día más sobre aquella motora perezosa, que navegaba a voluntad sobre aquel mar en calma después del naufragio.