Casi al final de la tarde, los tres jinetes gauchos iban recorriendo los campos en silencio, escudriñando sus alrededores con suma atención. Era el relevamiento diario, que hacían para cerciorarse de que todo estuviese en orden antes de terminar con su largo jornal de labores. Inspeccionaban cuidadosamente hacienda, alambrados, campos de pastura, vevederos y todo aquello que consideraban importante para poder, al día siguiente, iniciar la rutina de trabajo sin sobresaltos.
El que iba al frente, era un gaucho veterano de muchos años, cobrizo, magro y fibroso, con su frente y la cara barbuda, apergaminadas por cientos de soles e inclemencias del tiempo. Unas rebeldes chuzas de opaco pelo gris claro le asomaban en mechones por debajo del chambergo. Ese era Nicomedes Gladiolo Valladares, quien jamás había osado poner su nombre completo en ningún documento, sustituyendo religiosamente su segundo apelativo por la inofensiva inicial G, que salvaguardaba adecuadamente su anonimato y su dignidad.
A don Nicomedes lo seguían, en fila y a corta distancia, su hijo Aparicio y su nieto Jackson, así acristianado por un insensato berretín de la madre, quien había vivido un tiempo en la Capital, de donde regresó embobada por un foráneo cantante grisáceo, que parecía sufrir ataques de epilepsia al moverse sobre el escenario.
Cuando pasaron por una larga y angosta extensión de tierra emparejada, salpicada aquí y allá por manchones verduscos que le daban algunas matas de pasto ralo, el gaucho viejo detuvo su cabalgadura, desmontó y miró con preocupación el suelo de la cancha donde cada domingo se corrían las cuadreras.
- ¿Pasa algo, tata? - Preguntó Aparicio, desmontando a su vez y acercándose a su padre.
- Vizcacheras - Respondió lacónico Nicomedes, señalando con un leve movimiento de cabeza los agujeros apenas visibles en la tierra oscura.
- ¿Y qué piensa hacer ahura? Ya no nos da el tiempo pa’ taparlos antes que caiga la noche.
- Vea y aprienda, m’hijo... - Le respondió el gaucho mientras echaba mano a un estuche plástico, como de anteojos, que guardaba debajo de su faja.
Aparicio lo miró extrañado y expectante. No tenía la menor idea sobre lo que se proponía hacer su padre con esa cosita extraña, pero permaneció respetuosamente callado.
Esos huecos, eran las madrigueras que horadaban las vizcachas, y constituían un verdadero peligro para los caballos que, inadvertidamente, solían meter alguna pata en ellos, mancándose la mayoría de las veces, para terminar desgraciadamente siendo sacrificados. Muchos buenos animales se habían perdido por culpa de esas potenciales trampas naturales. Normalmente, se tapaban con tierra, pero volvían a aparecer poco tiempo después en cualquier otro lugar, ya que por instinto, los animalitos seguían escarbando sus cuevas.
El viejo le entregó el estuche abierto a su nieto y, sin mediar palabra, fue hacia su caballo. Aflojó la hebilla para abrir una de las alforjas laderas, de donde sacó un aparato chato, rectangular y metálico, semejante en tamaño al de un libro mediano.
- ¿Se puede saber pa’ qué sirve tuito eso, tata? - Preguntó Aparicio totalmente desconcertado y sin poder aguantarse más, llegando a considerar ahora, por un instante, que su progenitor hubiese perdido la chaveta.
- Esto, m’hijo, nos va a servir pa’ librarnos d’esas vizcachas sotretas.
- ¿¡Eso...!? Pero..., ¿usté ‘ta siguro, tata? ¿No será que me le han vendido algún buzón?
- Mire Aparicio, no sea desconfiao ‘e su padre, si yo le digo que la chancha es negra, es porque tengo el pelo en la mano... A ver gurí, - dijo entonces, dirigiéndose a su nieto, a quien muy rara vez llamaba por su nombre, que hasta le parecía profano pronunciar - ¿Ya prendió el GPS?
El muchacho asintió con el rostro iluminado por la tenue luz azulada que emanaba del aparatito. Entonces Nicomedes abrió y encendió su cajita metalizada, plantándose erguido a un costado. Su nieto fue a pararse con las piernas separadas sobre la vizcachera más cercana. El viejo levantó la vista hacia él y le pidió:
- Déle muchacho, despacito..., latitú y longitú...
- Treinticuatro grados, trecece minutos, veintisiete segundos ‘e latitú sur y cincuentinueve grados, veintiseis minutos, cuarentidós segundos ‘e longitú oeste, aguelo.
- ‘Ta gueno... - Respondió éste por lo bajo, mientras tecleaba cuidadosamente los valores en su maquinita. A continuación, el jóven dió unos pasos hasta el próximo agujero.
- Ahura, déme la letura d’ese... - le pidió Nicomedes.
De esa manera, muy rápidamente fueron reconociendo, uno por uno, aproximadamente una docena de hoyos sobre ese sector del terreno. Aparicio los observaba inmóvil, con los ojos abiertos como el dos de oros. Estupefacto, miraba como el viejo gaucho sostenía con el brazo y la mano izquierda el artefacto, mientras que con la derecha, ingresaba los datos que recibía de Jackson en un pequeño teclado en la base de la pantallita luminosa y colorida. Pero al final, pudo más su tremenda curiosidad, y sobreponiéndose con un esfuerzo a su desconcierto, pidió por favor que le explicaran que era lo que estaban haciendo, o si, como creía posible, todo aquello era una buena tomadura de pelo.
- Noo, que va... - le dijo su padre muy serio cuando hubieron terminado la tarea - Esto es lo más adelantao que hay pa’ luchar contra la vizcacha. Mire, lo que tiene allá el gurí, es un GPS...
- ¿Qué es lo qu’es eso...? - reclamó Aparicio
- G-P-S, son las siglas de Goblal Positioning System, en yanqui. Eso le marca con esactitú cualquier lugar del mundo ande esté parao.
- ¿Y cómo...?
- Facilongo, usando sobre la superficie ‘el planeta un eje de coordenadas cartesianas eletrónico...
- ¿Un queé...?
- Ayy, m’hijo..., ¿pa’ qué alguna vez lo mandé a la primaria...? - Dijo su padre meneando la cabeza - Es el plano espacial cuadricular de dos ejes que se intersetan, las abscisas y ordenadas, x e y, ¿no ricuerda...? - Y suspiró hondo al ver la expresión incrédula en la cara de Aparicio - A ver gurí, si usté sabe esplicarle mejor al abombao ‘e su tata...
- Gueno, - continuó el nieto, aclarándose la voz, que estaba cambiando por la edad - una vez que’l GPS me da las coordenadas de cada hoyo, que p’al caso se yaman latitú y longitú, el aguelo las carga en ese otro aparatito conectao a internet, que es una netbook. Que pa’ que usté se haga una idea, tata, vendría ser una especie ‘e computadora enana, que manda los datos al programa Google Earth Satellite Premium, que a su vez, los retrasmite a nuestro satélite...
- ¿¿¡Es que también tenemo’ un satélite...!??
- Sí..., pero uno chiquito, el “Mangruyo Celestial”, que compartimo con los Urrutia, los Solórzano y los Pereyra, ‘e los campos linderos – intercedió Nicomedes - Pero déjeme acabar con esta perorata ‘e una guena vez, m’hijo. Cuando el satélite recibe los valores indicaos y mi señal, los procesa en un santiamén y empieza a vigilar los aujeros en cada una ‘e sus órbitas. Pa’ tuitos eyos activa un avanzao sensor de movimiento y calentura corporal. Ande la vizcacha asoma el pescuezo, ¡pum!, un rayo láser la deja hecha un montoncito ‘e cenizas... Ansí pué, siguro que pa’ mañana habrá unos cuantos menos d’esos bichos dañinos, y entonce’ ahí sí, reyenaremo’ los buracos.
Mientras se alejaban del lugar al trote largo, casi coincidiendo con la última tenue claridad del día, Aparicio no pudo evitar sentirse un extraño entre esas dos asombrosas generaciones. Adónde, reflexionaba en el silencio del regreso, habían quedado rezagadas en las congestionadas avenidas del progreso, las bondades de un simple escopetazo...