Esto ocurrió una noche fosca que prefiero mantener anónima. Erase en la gélida época del año en que las lluvias adquieren mayor intensidad. Ocurría en un pueblo venezolano ignoto que nadie conocía, y que era fronterizo con Brasil.
Llovía caudalosamente. La población era escasa, y entre ellos figuraba un personaje que era ciertamente extravagante. Era un arquitecto que venía de visita, eso fue lo que nos contó. Era un arquitecto, de eso no cabía duda, porque por todas partes se evidenciaba el talante de arquitecto erudito y docto. Yo, entretanto, era casi tan extravagante como él, con la excepción de que no escondía sus secretos malévolos. Yo era, en cambio, periodista.
Iba allí a hacer un informe acerca de la vida en los poblados fronterizos, tarea ardua y peligrosa, pero que me traería beneficios inusitados.
El arquitecto se llamaba Juan.
Entonces, llegó la determinada noche.
Ambos estábamos en un bar, bebíamos cada quien por su lado. Yo lo observé de reojo, pues noté de inmediato su pinta de erudito y hombre de modales inmaculados. Algo en él me llamó la atención, aunque ahora no puedo describir qué era, en ése preciso momento, algo me atrajo a su persona, como una atracción magnética. Me le fui aproximando lentamente, mientras pedía tragos y me comportaba moderadamente ebrio. Él soltó un bostezo, y percibí que estaba cansado.
Salió del bar y se encaminó por la calle desnuda y misteriosa. Yo continuaba andando por detrás suyo, muy discreto y evitando llamar la atención. Él, entretanto, no advertía mi presencia, continuaba su camino con indiferencia insólita.
Lo vi detenerse, enfrente de una casa antigua y de aspecto horrido. Miró a los lados con suspicacia y luego entró velozmente. El portazo resonó y la puerta finalmente se cerró de súbito, yo conseguí colarme y avanzar sigilosamente. Seguía a Juan, quien entró en una habitación diminuta en la que dos hombres de aspecto amedrentador discutían con impavidez.
-He vuelto –murmuró con voz hostil.
-¿Volviste? ¿Quieres tu definitiva muerte? –Bramó uno de ellos en tono irrisorio. Se burlaba con descaro de Juan.
Juan sacó una pistola rápidamente de la capa negra y disparó a bocajarro. Le dio a uno en la frente y éste cayó al suelo, lívido. El segundo se incorporó ágil y desenfundó un par de pistolas. Ambos se dispararon durante un rato y luego Juan consiguió parapetarse y rematarlo con un tiro en todo el cuello, después volvió, dándole en el ojo y una vez más, acertando en la mejilla.
Yo observaba aquello con terror palpitante. Juan sacó de la capa unas semillas, que introdujo con delicadeza en los dos cadáveres. Éstos se deshicieron paulatinamente, y noté que en ellos un estado de miseria y aflicción se amontonaba, justo antes de obtener aquélla disolución perversa.
Juan sonrió glacialmente. Yo me oculté.
Él salió de allí y musitó:
-Interesante…
Yo, que por cierto era periodista, fui andando lentamente, mientras soplaba el ventarrón y sus ánimas perversas. De repente, algo me golpeó en la cabeza y me desmayé.
Desperté en un calabozo horrido, caluroso y pútrido, a mi lado se hallaba un viejo de cabello entrecano grasiento, cuyos ojos parecían un par de mármoles tallados.
-Tienes esos ojos –me dijo con aflicción-. Has visto la Semilla del Diablo en acción.
-¿Qué? –Pregunté.
-Oh, sí, la has visto.
-¿Qué es eso?
-Oh, pues es el artefacto para matar más terrible que exista… Los que la hemos visto, no podemos sanar nunca.
Y sopló un viento fuerte, lóbrego, llevándose consigo toda nuestra charla.