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 La Posada de los Brujos. Capítulo 7.

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Jaime Olate
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MensajeTema: La Posada de los Brujos. Capítulo 7.   La Posada de los Brujos. Capítulo 7. Icon_minitimeDom Feb 05, 2012 9:24 am

Capítulo 7
Una Invitación al Regreso de un Detective.
Un poco molesto por la actitud de la fornida mujer, en medio de los comentarios de los asistentes, dirigió sus pasos al centro de la sala principal, para encontrarse con la pícara mirada de su amigo.
— ¿Lo dejaron afuera, doctor?
— ¡Cállate! Sólo quise ayudar; no entiendo qué le pasó, esa niña creo que está más enferma de lo que parece.
Checho meditabundo, se rascó la cabeza.
—No, no creo que se trate de eso, sucedió algo muy raro. Yo me encontraba contemplando “La Venus” y cuando me disponía a alejarme llegó ese extraño grupo. La muchacha miró la pintura con un interés extraordinario; recuerdo que se llevó una mano a la boca y se puso más pálida aún, parecía una muerta. Y lo más curioso de todo lanzó ese grito que me enfrió la sangre, para luego caer desmayada.
Tampoco lo entendía el pintor, quien acariciaba su barba totalmente desorientado. Alguien lo llamó.
— ¡Señor De los Ríos! —Era el encargado de la galería que había salido del cuarto donde estaba la enferma—Venga, por favor, se le necesita.
Al entrar a la pequeña sala vio que todavía estaba recostada en un sofá la joven con sus grandes anteojos con marco negro y anticuado, atendida por un médico. El administrador del lugar con un simple ademán, señaló a las dos mujeres que estaban sentadas en un rincón.
—Ustedes dirán en qué puedo servirles, señoras —se inclinó con cortesía.
Una de las distinguidas damas estrujaba un pañuelo con sus manos, evidenciando nerviosismo. Debió alzar su mirada para ver el rostro del joven.
—Perdone que le haya molestado, señor De los Ríos. Soy la señorita Matilda Carusso, ella es mi hermana menor, la señorita Isabella —sonó extraño eso de hermana menor, pues ambas se veían de edad similar; su agradable voz tenía un delicioso y ligero acento italiano—. La muchachita que atiende el doctor es nuestra sobrina Gina y ellos son nuestros fieles amigos y cuidadores, doña María y don José (señaló a los araucanos).
Su inquietud continuaba, miró a todos los presentes.
—Creo que mejor lo invito a mi casa, pues deseo pedirle un enorme favor. Supe de su anterior ocupación como detective y necesito que me asesore en un problema que aquí no le puedo contar.
Perplejo Lucas guardó silencio, pero en su noble corazón de caballero, sintió lástima por ellas y la muchachita. Se dispuso a ayudarlas en lo que fuera necesario.
—Estimada dama, precisamente conozco excelentes detectives que pueden solucionar su problema.
—Se lo ruego, don Lucas —cogió una de sus manos, como suplicando—. Por los antecedentes que tengo, prefiero que sea usted quien me aconseje.
Emocionado, con sus manos acarició suavemente la de ella.
—Señorita, estoy a sus órdenes. Dígame su dirección y a qué hora puedo presentarme. Fuera de estar en esta galería, tengo disponibilidad de tiempo para visitarlas.
—Gracias, caballero, no esperaba menos de usted.
Le entregó una elegante tarjeta con sus datos y le pidió que fuera esa misma tarde. La joven se había recuperado de su extraño desvanecimiento y el corpulento nativo la sacó en brazos en medio de la expectación del público.
El joven artista estaba pensativo. ¡Qué extraña petición le hizo la aristócrata señorita Carusso! No tuvo necesidad de buscar a Sergio, pues su amigo estaba pegado en la puerta y muerto de curiosidad.
—Y, compadre, ¿qué ocurre?
Poniendo una exagerada cara de paciencia, Lucas le narró la invitación a su hogar para asesorarla en no sabía qué problema, aparentemente de índole policial.
— ¡Ah, pícaro viejo! ¡Esta vez no me vas a dejar solo, pues voy contigo!
Conociendo el carácter decidido de su “hermanito” menor, Lucas abrió sus manos y asintió con su cabeza, con cara de martirio que hizo carcajear al astuto muchacho, quien aplaudió con extremado entusiasmo la idea de continuar siendo su compañero y conocer el regio barrio de las hermanas Carusso.
No pudo evitar aproximarse detrás de los entusiasmados admiradores de su obra maestra. Arrobado contempló los detalles del cuadro y se preguntaba cómo era posible que su inspiración ocurriera en un hecho que consideró un sueño; la bella figura femenina saliendo del agua le atraía y todo lo demás desapareció.
Sacudió la cabeza, pues se sentía hipnotizado por la hermosa aparición y sólo entonces examinó las figuras de los nativos. Con su característico gesto de rascar su pequeña barba, en su mente apareció la recia mapuche que cuidaba a la muchacha enferma. ¿Por qué aparecía “Fresia” en su imaginación, cuando apenas pudo distinguir a la machi y a su enorme acompañante? ¿Sería porque ambas, la sacerdotisa y la guardiana eran araucanas?
Le dolía un poco la cabeza, buscó a su amigo, el geniecillo burlón, que estaba disfrutando con los bocadillos que aún quedaban.
— ¡Hola, Chechito —su voz sonó mordaz, a sabiendas que su amigo detestaba ese diminutivo.
La respuesta no fue cordial.
— ¡Córtala, Bruce Lee de pacotilla! Siento como si hablaras con un “tontito”, cuando me llamas así. ¿Qué te pasa? ¿Ya te volvió la melancolía? ¡Búscate una “minita” y sal a divertirte con ella! Con la fama que tienes ahora como no va a caer una pobre muchacha en los brazos de un aburrido como tú.
—Calma, calma, mi pequeño saltamontes, quería pedirte que me recordaras que debo echar mi pistola y sus cargadores dentro de mi maleta, puedo nece…
— ¿Qué, ya te entro pánico estar con el gran toqui Caupolicán y su esposa Fresia? —aludiendo a los sirvientes mapuches que actuaban como cuidadores de la muchachita enferma— No se preocupe, compadre, con uno de mis gritos de karateca los asusto; déjemelos a mí, nomás.
(Continuará: “Una Señorial Mansión”)
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