“Que la vida es una hermosura, hay que vivirla”. Celia Cruz.
Juan transitaba la avenida, como todos los días, como debía ser. De pronto algo pasó, sin que él pudiera determinar el momento exacto, ni asegurar siquiera que no fuera el eco de un evento anterior. Juan fue feliz. Así, de repente, sin explicación ninguna. Y eso era una afrenta en un mundo donde todo debe tener una explicación. Juan fue feliz a su pesar, naturalmente, porque la felicidad estaba proscripta en esa sociedad. Rápidamente supo lo que sucedería a continuación, y no se equivocó. Apenas su sonrisa le cambió la cara, todas las personas que compartían la acera con Juan empezaron a apartarse, a abrirle paso. Pero no había respeto en ese apartarse, sino miedo. Juan se esforzó por disimular su sonrisa en una mueca, típica de la salida del consultorio odontológico. Casi lo logra, pero tuvo hambre y entró en una panadería.
La empleada esperaba detrás del mostrador, con evidente gesto de fastidio por la llegada de un cliente nuevo, como cabía esperar. Apenas Juan entró, y antes que el cliente abriera la boca, le espetó:
—¿Qué quiere?
—Muy buenos días, señora, ¿cómo está usted?
Era de esperar que no hubiera una buena respuesta: estaba mal visto saludar a las personas.
La empleada sacó una escopeta del estante de más abajo y le gritó:
—¡Salga!
—Pero...
—¡He dicho que salga!
Juan obedeció. Caminó unos pasos más por la avenida cuando supo que su condición se agravaría muchísimo: comenzó a cantar. Lo hacía bien, entonando una canción que no recordaba en un ritmo que no conocía. La gente a su alrededor comenzó a huir espantada, tapándose los oídos con las manos.
A los pocos minutos sucedió lo inevitable: Llegó un auto de policía, alarmado seguramente por algún vecino. Los agentes del orden le gritaron a Juan.
—Usted, cállese inmediatamente. Al suelo con las manos sobre la nuca. ¡Y borre esa sonrisa de su cara, imbécil!
Juan se dio vuelta y quiso explicar que no podía parar, que no dominaba su voz, que nunca se había sentido tan bien en su vida. Pero sólo salió de su boca esa canción, inexplicable, ridícula, imposible:
—“Ay, no hay que llorar, que la vida es un carnaval, y es más bello vivir cantando”
Los disparos sonaron como truenos en la mañana, restableciendo el orden que peligraba. Juan, el subversivo, se levantó en el aire con las balas y flotó, giró y en una acrobática danza se despidió, como dicen en voz baja que hacían unos hombres que llamaban murguistas.
Cuando ya era un harapo rojo en el suelo, sin dejar de apuntarle se acercaron los policías. El de mayor jerarquía ordenó, compasivo:
—Tengan un poco de dignidad, por favor cubran su rostro.
La sonrisa de Juan seguía en su puesto, invicta, gloriosa.
Los policías reportaron el episodio como felizmente concluido. Se equivocaban. Entre los que huían, varios empezaban a sonreír, sin explicación aparente.