7 Darío
Las tardes de verano se pasaban unas tras otras sin mayores novedades. El piso donde Martina vivía con Mónica, su madre y Nicolás, estaba recién terminado. Casi se diría en los últimos tramos de una obra a estrenar.
Con el ventanal frente a la calle, en diagonal a una redonda como lo llaman los españoles y a unas cuadras del Ayuntamiento. Un lugar ideal.
La brisa que entraba por la gran ventana era suave y tranquila, suficiente para el cuerpo recién bañado de Martina. El crío, no estaba en casa y eso le permitía pasearse por la misma como dios la trajo al mundo, mientras buscaba aquella blusa que había comprado en el mercadillo. La voz de su madre se sentía placida desde la cocina, al igual que los aromas que de allí provenían.
-“Martina, ¿vas a escribirle a tu hermano o lo vas a llamar por el fijo?”
-“¡Ya le he mandado un mail, mamá!” contestó ella recordando que siempre pasaba lo mismo; recibía cartas y luego le costaba demasiado sentarse a responderlas de puño y letra. Cosa que gracias al correo electrónico le fue posible hacer, muy a pesar de los rezongos de su hermano Carlos, quien sostenía que no había mejor manera de saber cómo se encontraba uno, a través de una carta manuscrita. Cosa que casi nunca recibía de Martina.
“Algún día Hermano, algún día”, pensó para sí misma, mientras se terminaba de acomodar la blusa azul. La imagen de Carlos persistió en su cabeza, robándole una sonrisa, era imposible no quererlo.
-“Tengo tanto que contarte Carlitos”, se dijo a sí misma en voz baja, incluso para que su madre no la escuchara, por las dudas.
En ese instante, sonó el móvil, generándole cierto fastidio en la interrupción de sus pensamientos. Lo tomó con la mano que aún tenía libre y vio que se trataba de un mensaje de texto.
Abrió el mensaje, pues no conocía el número y al leer el contenido simplemente atino a llevarse una mano a la boca tapándola, mientras decía: -“Dios no es posible… ¿Darío?”
Su voz resultaba casi inaudible.
Se habían conocido en una reunión de la casa de Paternal. Esas que organizaba Carlos cada tanto con sus amigos, donde Martina siempre se enganchaba porque les caía bien y además la hacían sentir “grande”. Para ella, era imposible olvidarse de él. Pues aunque sus amigas decían que no era muy pintón, para ella lo era y además, siempre la hacía ruborizar cuando la miraba. Algo que ni siquiera el tiempo ni la distancia pudo resolver, porque ahora mientras miraba el mensaje del móvil, sintió como se encendían sus mejillas.
-“¿Darío, que haces acá?”, se preguntó en voz alta, -“tan lejos de casa, es imposible”
El mensaje era claro, no había equivocación.
“Tina, quisiera tomar un café contigo. Estoy acá en la Pobla, parando en casa de unos amigos. ¿Todavía se te ponen los cachetes colorados?”
-“Si todavía lo hago, incluso sin verte”, se dijo a sí misma, con una emoción contenida que casi le hace perder el equilibrio, al girar hacia la puerta y pegarse flor de julepe cuando escucho una voz que le decía.
-“Así, que vino a buscarte”, dijo su madre que estaba parada bajo el marco de la puerta de su habitación.
-“¡Mamá!, ¡casi me matas del susto!”, replicó Martina que no la había visto.
-“AHH! Martu, no es para tanto.”, respondió Mónica, mientras se secaba las manos con un repasador.
-“Seguro que vino por ti, hija”, se sonrió con una mueca de satisfacción al darse cuenta que su frase había causado efecto en su hija, dejándola sola en la habitación antes que le pudiera decir algo nuevamente.
-“¡Mamá!”, volvió a gritar Martina, pero ya era tarde sus mejillas estaban al rojo vivo de nuevo. Y eso significaba solo una cosa, su mejor amigo, su confidente.
Después de eso tardo como veinte minutos para encontrar la ropa interior que le hiciera juego con lo que llevaba puesto. Se sentía tonta, adolescente, no podía entenderlo, o sí. Lo mismo se preguntó: “¿qué haces acá Darío?”
La mesa estaba servida, los aromas de las exquisiteces de su madre inundaban todos sus sentidos. Tanta sorpresa, le había hecho olvidar que tenía hambre. La cocina del piso estaba fundida en un solo ambiente junto al comedor, apenas divido por una mesa alta para el desayuno y algún que otro menester culinario. De paredes blancas con muebles de madera lustrada y electros de acero, era un lugar soñado para cualquiera que quisiera darse corte en la cocina y esa era su madre, le encantaba la buena mesa.
Martina, con el móvil aun en la mano caminaba por el pasillo mirando al piso, pensativa. Pero cuando llego al marco de la puerta se quedó estupefacta. La mesa del comedor estaba servida como si fuera una fiesta, con servilletas de tela, los platos de la abuela y una botella de Sidra que por lo visto su madre tenía escondida en alguna parte.
-“Pero… mamá, ¿Qué es todo esto?”, pregunto ella.
-“Pues nada… simplemente un festejo por los primeros seis meses que hace que nos hemos mudado juntos y que tú has recuperado tu libertad”
-“Mamá, yo no recupere nada, a mí me echaron con Nico como a un perro…”, dijo ella con cierto disgusto.
-“Mejor aún”, le contestó la madre, “pues así no puede reclamarte nada y si lo hace lo tendrá que hacer de rodillas o peor”. Mónica estaba seria, no le gustaba hablar de una persona que había maltratado a su hija durante tanto tiempo, incluyendo a su hijo. Pero no era momento para ponerse a sacar las broncas, muy por el contrario, era tiempo de alegría de festejar que había un futuro por venir, un futuro que parecía ponerse de acuerdo con sus expectativas para con su hija.
Mónica, miró el reloj que estaba encima de la alacena. Nico no había vuelto del parque y siempre era puntual a la hora de la comida. Volvió a mirar a su hija y vio que estaba con los ojos llenos de agua.
-“Vamos niña, no te pongas de esa manera que el crio no tiene que verte así”
-“ya lo sé, no puedo evitarlo. Gracias”, la emoción la había invadido, los detalles de su madre la ponían en una posición débil y eso era más que evidente. Mónica lo supo enseguida, y se acercó a abrazarla como cuando era chica, apoyando su cabeza sobre su vientre y acariciándole el cabello.
-“¡De verdad mamá, gracias, te amo!”
En ese instante, por la puerta de entrada al piso hizo su aparición Nico, con la pelota de futbol llena de tierra bajo el brazo.
-“¡Hola, ya volví!”, dijo con voz cantarina.
-“¡Vale!, pero te lavas las manos antes de venir a la mesa…” le dijo Martina, tratando de ocultar su ojos mojados, -” Y primero lo primero, me y a tu abuela también, no seas grosero”
-“Vale, vale, ya voy”
Nico se acercó a su madre y le dio un beso. Luego a la abuela y salió corriendo al baño a lavarse las manos para sentarse a comer.
Martina miró a su madre y esta atino a levantar los hombros diciendo: -“Iglesia abandonada”
-“¡Mamá, como podes decir eso!”
-“No tiene más remedio hija, lo tomas o lo dejas”, agregó Mónica.
El almuerzo transcurrió tranquilo, con historias contadas por Nico sobe el partido y todos sus vericuetos jugado en el parque con sus amigos de la escuela. El café de la sobre mesa. Una tradición legada por su padre en los tiempos de Buenos Aires. Un ritual par los mayores, pues Nico ya se había ido raudo para el parque a seguir jugando.
-“¿Y?” pregunto de pronto la madre.
-“¿qué?”, le contestó Martina.
-“¿Lo vas a llamar?”
-“mamá, no empieces”, respondió ella, mientras sentía que perdía el control de sus mejillas.
-“Te vino a buscar, eso es seguro”
-“Mamaaá”, Martina ya estaba roja.
No podía creer lo que estaba escuchando, su propia madre la estaba prácticamente entregando en bandeja de plata.
-“Nunca haría eso de entregarte”
Martina le clavo la mirada, no podía creer que ella supiera que estaba pensando, pero era su madre todo lo sabía y eso era inevitable. Mónica, en tanto le devolvió la mirada con una sonrisa cómplice.
Tras el almuerzo. Martina le envió un mensaje de texto invitándolo a Darío a tomar un café en “La Parada”, un barcito cercano a la terminal de buses. Un lugar simpático, atendido por sus dueños, dos uruguayos muy divertidos que se la pasaban tomando mate.
Ya era la hora, y Darío no llegaba. No la iba a plantar, no era propio de él, pero le gustaba hacerse desear y por lo general llegaba unos minutos después de la hora asignada.
Estaba impaciente, hacía muchos años que no se juntaban solos, tantos que ni siquiera recordaba si lo habían hecho alguna vez. Tanto que preguntar. No sabía por dónde empezar.
-“Tina”, escucho a sus espaladas y, sus mejillas subieron de tono.
8 El Café
No pudieron resistirse, se fundieron en un abrazo con tanto cariño que daban l sensación, que se iban a quebrar. Había pasado tanto tiempo, que parecía imposible que estuvieran juntos otra vez.
Martina, le dio un beso en la mejilla y luego preguntó: -“¿Puedo saber qué haces acá?”
-“Hay Tina, siempre con tus preguntas, pareces Mafalda”, le soltó en respuesta.
-“No, en serio”, insistió ella, mientras sentía como sus mejillas subían de color irremediablemente.
Darío la envolvió entre sus brazos y le dijo: -“que te parece si tomamos algo y te cuento
-“Vale”, contesto Martina, mientras se encaminaban hacia “La Parada”, él la mantuvo cerca entrelazaba su mano con la de él.
El bar, tenía la virtud de ser bastante discreto a pesar de que siempre había gente. Los habituales de siempre y algún que otro extraño que seguro era pasajero de la algún bus que saliera de la terminal.
Celeste, una uruguaya de muy buen carácter y dueña del lugar, saludo a Martina cuando la vio y se sonrió pícara al verla acompañada. Se habían hecho buenas amigas, sobretodo porque había una historia similar en sus vidas.
Martina en seguida, hizo un gesto negativo a respecto, pero no había caso la uruguaya, no se lo creía ni ahí.
Se acercaron una de las mesas que daban al ventanal de la calle y se sentaron enfrentados. No decían nada, solo una mirada atrapada en una sonrisa cómplice por el placer de haberse encontrado, hasta que ambos dijeron al mismo tiempo: -“¡A quema ropa!” y se largaron a reír estrepitosamente, pues no era otra cosa que el recuerdo de los juegos que su hermano Carlos siempre los hacía jugar en las reuniones que se hacían en la casa de Buenos Aires.
-“¿Quién va primero?”, preguntó él.
-“Pues debería ir yo, pero no sé nada de ti desde hace mucho…”, contesto ella.
-“Cierto, pero yo nada de ti también… así que dispara preciosa”, la sonrisa de Darío era la misma de siempre, pintada como en las épocas de los asaltos en la casa de Paternal, en Buenos Aires. Sabía que Martina se hacia la interesante y no deseaba quedarse atrás. Pero esta vez el juego era distinto.
-“Bien”, dijo ella y luego preguntó, -“¿Es casualidad que estas justo en la Pobla o me estabas buscando?”
-“Bueno, a decir verdad, no es casualidad y si te estaba buscando”, dijo el con una sonrisa.
-“¿Pero por qué?”
-“Carlos me dijo que estabas en la costa y que luego te mudaste para aquí casi de un día para el otro… ¿qué sucedió?”, tenía las manos frente a su cara, como si estuviera rezando… Y esa pose a ella la ponía loca, siempre le había gustado cuando se hacia el intelectual, y en parte lo era.
-“Nada”, resoplo ella y continúo, -“simplemente las cosas se fueron de madre y no funcionaron como debían. Así que el decidió una noche que era mejor sacarme de la casa y quedarse con todo. Y bueno, termine aquí, con mamá y Nicolás.”
-“¿Te sacó de la casa?”, pregunto él incrédulo.
-“Si, literalmente hablando. A duras penas pude tomar la cartera y las camperas de verano. Nos dejó en la calle sin un céntimo”, le contó Martina con agua en los ojos.
-“No me jodas”, los ojos de Darío se abrían de par en par sin poder lograr entender todo el panorama.
-“Terminamos en un albergue conocido, donde ayude varias veces y al día siguiente logre ubicarla a Gloria que me trajo a la Pobla con Mamá.”
-“No lo puedo creer, al final mostro la hilacha”, comento Darío.
-“Si, algo así”, Martina tenía la vista sumergida en la taza no tan humeante de café a estas alturas. No le gustaba recordar demasiado aquellos días y todo lo que había dejado atrás.
-“Perdón por sacar el tema”, las manos suaves de Darío tomaron las de Martina y las cobijaron con una sensación de amor inconmensurable.
-“No importa, no te preocupes, al menos tengo a Nico conmigo y a mamá”
-“Y a mí” agregó él.
-“Gracias, yo sé que puedo contar contigo ahora”
Las palabras fluyeron por el resto de la tarde, entre cafés y croissants, que los uruguayos hacían con maestría en su horno de leña.
En un momento cuando el sol estaba despuntando su retirada, Martina se dio cuenta que él no le había quitado la mirada de encima en toda la tarde. Tenía su sonrisa dulce, como ella la recordaba. Charlaron sus vidas y con ello el sol terminó su derrotero diario para dar entrada al manto de estrellas que todas las noches embellecían el cielo de la Pobla.
La mesa atestada de papeles y servilletas garabateadas, las tazas de café y los platitos con algunas migas abandonadas eran el fiel reflejo de una reunión de viejos amigos.
En un momento, de esos que se produce un silencio no buscado, el móvil de Martina hizo su entrada. En la pantalla un mensaje de texto.
“Invítalo a cenar. Mamá”
Martina, hizo una mueca al leerlo.
-“tu madre, seguro”, dijo Darío risueño.
-“uff”, contestó Martina, resoplando su flequillo que le caía sobre la frente para quitarlo de allí.
-“Vamos, vamos no es para tanto, ¿qué es lo que quiere?”
-“Que vengas a cenar al piso”
-“Si tú quieres, no tengo problema”, Darío siempre estaba dispuesto, siempre tenía esa virtud de ser un hombre al pie del cañón para lo que fuera. En ese sentido se parecía mucho al Flaco, el otro amigo de Carlos, el hermano de Martina.
Martina sabía que era un gesto cariñoso, la respuesta de Darío, que no había compromiso alguno de parte de ella, pero también sabía que si no aceptaba la propuesta de su madre, la iban a regañar cual colegiala y la verdad era que ya no estaba para esas cosas.
-“¡Porque no! Al fin y al cabo si has de quedarte por aquí durante un tiempo, más vale que veas a mamá cuanto antes, pues sino me va a regañar por ello”, la sonrisa de Martina al final se hizo notar, había algo en Darío que la había hecho cambiar de opinión. Ya no era una invitación de su madre, ahora ella deseaba que se quedara más tiempo con ella.
-“Pues entonces está todo dicho.”, dijo él mientras hacía señas a Celeste par que le trajera la cuenta. –“Porque no caminamos un rato, así descansamos de estar tanto sentados, antes de volvernos a sentar…”
De buena gana ella acepto con gusto, quiso pagar ella, pero él no la dejó. Salieron del bar despidiéndose de los uruguayos y caminaron calle abajo rumbo al parque central del pueblo. Al principio uno al lado del otro, entrelazando sus manos a medida que los pasos avanzaban rumbo al parque.
La tarde había sido tranquila y ahora la noche comenzaba a asomarse con una suave brisa que acariciaba sus cuerpos y el murmullo de las aves sobre los árboles que poco a poco iban callándose, para dar lugar al silencio crepuscular.
Casi no había quedado rincón por recorrer de sus memorias, incluso aquellos donde se guardaban sus más recónditos secretos. Estaban dichosos y exhaustos de tanto hablar, cuando llegaron a la puerta del edificio donde Martina vivía con Nico y su madre.
9 Mamá
Estaba en la terminal, mirando a Martina acercándose a mí, y como en un deja vú de esos que tengo sin razón aparente, la vi a Mamá de joven. Yo sé que fue un lapsus, pero en tan solo unos segundos me vinieron a la memoria un millón de imágenes, hechos, palabras, gestos y tantas otras cosas que la ola se transformó en un tsunami emocional.
Mamá
Hace unos años atrás Martina se la llevo a Europa, porque acá estaba “sola”, como si yo no existiera. Pero en cierta forma tenía razón. Yo andaba de acá para allá con quilombo de laburo y de mujeres. Ni siquiera tenía tiempo de ver a mis amigos.
-“La casona de paternal te queda para vos. Mamá se viene conmigo”, me había dicho ella por teléfono un día de verano de acá. Y no entendía nada, pero acepte, pues mucha más no podía hacer. Tan mal estaba que ni siquiera supe cuando se tomó el avión. Simplemente llegué a la casa y me encontré con una carta, con un simple “Te amo”.
Y se me cayó el alma al piso, pues me había dado cuenta que había perdido, quizás para siempre la posibilidad de volver a verla. Esa noche no dormí, me la pase jugueteando con una cajita de metal que ella misma me había pintado. Dejándome llevar por ese río de recuerdos que no poco a poco se fue esfumando en mi memoria.
Carlos, no había tenido infancia prácticamente, lo poco que recordaba se desvanecía en un punto clave, la fecha en que había sido adoptado, por Mónica y Enrique.
Hermano mayor forzado de Martina, quién desde un principio lo trato como a un príncipe y le dio todo lo que tenía, con una sola condición, que siempre le fuera incondicional en la vida. Pero con Mamá y Papá la cosa era distinta, no hacía falta decir nada. La incondicionalidad estaba aunque estuvieran en desacuerdo.
Todas las noches de verano, se quedaban a escondidas, luego que Martina se dormía, hasta tarde en el living e la casona, charlando. Papá con sus grandes historias y sus lecciones sobre el socialismo. Una enciclopedia viviente que daba cátedra cada vez que abría la boca. Y mamá, que cada tanto metía un bocadillo. Entre mate, café y galletas se pasaba el tiempo. Escuchar las historias que entretejían después de leer el mismo libro y pensar en posibles finales alternativos. Un juego que siempre atrapaba a todos los presentes.
Para él siempre había sido aquella alma que nunca había tenido en sus primeros años de vida, llena de conocimiento, la palabra justa y ese cariño que no hacía falta que ni te abrazara porque lo estaba logrando con su voz todo el tiempo.
Pero el tiempo se tomó revancha, logrando que la vida le fuera despreocupada, consiguiendo que las reuniones se fueran disipando, incluso después de la muerte del Padre. Se había juntado con una loca que lo tenía totalmente embobado. Se podría llegar a decir que le había hasta cortado las visitas a la casona de Paternal. Pero la ida repentina a Europa junta Martina, le había golpeado como si fuera un libro en la cara, dejando que su mente pensara con certeza que nada estaba perdido y, ahora con Martina de vuelta, menos.
Por un instante en medio de sus recuerdos sintió el abrazo de su hermana ahí parados en la terminal de Ezeiza y los recuerdos se le fueron encima nuevamente, una segunda oleada que lo hizo temblar de alegría y tristeza al mismo tiempo.
Sumergido como se encontraba se dejó llevara esas reuniones multitudinaria que armaba con sus amistades, donde nunca faltaba la presencia de Mamá compartiendo la charla con todos ellos, invitándoles a tomar algo o simplemente preguntándoles d su vida cotidiana. Se sabía los nombres de todos y cada uno.
Incluso aquella vez que fue a visitarla con la moto y tuvo la desgracia de caerse, rompiéndose el pantalón por completo. El cual ella cosió con mucha paciencia y amor. Tenía esos detalles, que la hacían muy especial. Una mujer que lleno su vida a pesar, que él cometió sus buenos errores y sus ausencias, que a ella le dolió tanto.
Era un oleaje incontrolable.
Y solo el abrazo de su hermana, cariñoso y maternal, pudo traerlo a la realidad nuevamente.
-“Escúchame”, le dijo a su hermana de golpe como si de algo se hubiera acordado, -“¿Por qué no te la trajiste contigo?”
-“¿Mamá?”, dijo Martina
-“¡Sí! ¿Quién más sino?
-“No. Olvídate, de allá dudo que vuelva.”
-“Pero está sola”
-“Si, es cierto y no creas que no lo pensé, pero no me daba para los pasajes y, además ella allá tiene todo su sistema d salud que acá olvídate.” Martina lo decía con tanta calma que sonaba creíble.
-“Además, le deje a los gatos…”, la carcajada de Martina se hizo sentir. Todos sabíamos que los gatos con mamá nunca se habían llevado bien del todo.
-“Graciosa, pobre vieja, debe de estar pensando en nosotros todo el tiempo.”, dijo él.
-“De eso no te quepa la menor duda”
-“Bueno, bueno” se lo escucho decir al Flaco, -“¿Qué les parece si nos vamos de acá y tomamos un rico café con leche y medias lunas en las Violetas, antes de caer en Paternal?”
Y todos dijeron que sí, tomaron las valijas y salieron del terminal rumbo al auto, con la memoria puesta en esa bella mujer que los miraba desde el norte, asomada al balcón mirando las primeras luces de la mañana y escuchando el murmullo de los pajaritos en los árboles.
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