DESTACADOLa tarde transcurría morosamente en el café del gallego Lucera. Sentados alrededor de nuestra mesa favorita, detrás del gran ventanal, estábamos los muchachos de siempre, viendo un poco aburridos como las gotas de lluvia resbalaban por el vidrio empañado, desdibujando las imágenes del poco movimiento que se percibía al otro lado del cristal, el desapacible, la calle casi desierta.
De pronto, las imágenes que mostraba el televisor casi mudo colgado encima del mostrador, atrayeron momentáneamente nuestra atención y, a falta de algo mejor que hacer, nos dieron un buen pie para iniciar una animada conversación sobre las fabulosas cifras monetarias que se manejan en el ámbito de algunos deportes, algo totalmente inconcebible hasta hace unos pocos años. Los nuevos deportistas, una vez destacados y aceptados por las masas como ídolos, se transformaban en verdaderas máquinas de generar dinero, con sus valores exorbitantes, sus premios, sus patrocinantes y todo el mercadeo que se armaba alrededor de sus nombres, sus figuras y sus supuestas preferencias.
- Así - aseguraba el gordo Quique - ni juntando a todos los médicos, abogados e ingenieros más prominentes del mundo, se lograría igualar la guita que ganan solamente, las dos o tres cabezas de cada deporte super profesionalizado, como el fútbol, el basquet, el tenis o el golf.
- Es que está todo tergiversado, todo patas para arriba. De que carajo sirve quemarse las pestañas tragando libro tras libro durante años, preparándose, investigando - decía Lito profundamente decepcionado - si nace un pibe en cualquier villa, con el don de gambetear como los dioses, y le pasa el trapo a cualquier sabio que te cura el Alzheimer, anticipa los terremotos, llega a Venus o te permite seguir siendo un padrillo hasta bien después de los ochenta. Y ojo, que le pasa el trapo no sólo en guita, sino en prensa también.
- Si, pero esos son los fenómenos, los tocados por la varita mágica, nada más - señalaba el negro Pinto - Aquellos que el público sigue a todos lados, y que no se pierde detalle cuando van a bailar a algún boliche de moda, cambian de mina, chocan la Ferrari o se operan de los juanetes.
- Humm..., vos sabés negro que no es tan así ...- terció el turco Salomón - Fijate que cualquier jugador en la primera de un equipo de media tabla, un tenista que figura treinta o cuarenta en el ranking, o un golfista que salga cuarto o quinto regularmente en los grandes torneos, ya hace diez veces más guita que un universitario en cualquier disciplina. Y ni hablemos si juegan en Norteamérica o Europa...
- Y, si... - Más o menos coincidieron todos.
- Nada hoy en día - agregó Quique bastante caliente - se valora por su aporte a la educación, la ciencia, el progreso, la cultura o el arte, sino por la popularidad y la capacidad de facturar que tiene, el potencial de rentabilidad; la guita que deja, en una palabra. Y les aseguro que todo el mundo - profetizó - se va a acordar, con lágrimas en los ojos, de los cuatro goles que Messi le enchufó al Arsenal por la Champions, y nadie sabe siquiera el nombre de uno de los miles de cirujanos que día a día le da nuevas esperanzas de vida a la gente, con transplantes que requieren de una tecnología, conocimientos y precisión que asombrarían al más pintado.
- Asi es el mundo en que nos toca vivir - dijo pensativo el rengo Ortiz, aprovechando un vacío en la conversación - Y que tendríamos que decir nosotros, los que tenemos que laburar toda la vida y un ratito más, avanzando como el caracol, bien despacito, para tener después de muchos años y con suerte, una casita, un autito y poder cambiar, a veces, algún mueble que se rompre de puro viejo nomás. De sólo pensar que esa gente gana en una semana, lo que a nosotros nos lleva toda la biografía...
- Bueno muchachos - dije para aligerar los ánimos - las cosas no van a cambiar por más que nos amarguemos. Pensemos que hubo celebridades en actividades deportivas que nunca tuvieron un mango, que nos deleitaban con sus tremendas habilidades, pero que, como nosotros, tenían que ir a laburar todos los días de cualquier cosa para poder comer.
- ¿Sí...,? - Interpuso Quique con sorna - ¿quién?
- Sí, eso... - hicieron eco Lito y Ortiz – Decinos, como quién por ejemplo, dale...
Yo ya había anticipado esa demanda, que, dado el estado general de desaliento, estaba destinada, socarronamente, a destruir cualquier otra postura que contradijera aquella realidad tangible y dolorosa de lo que habíamos estado hablando.
- Por ejemplo... - dije enderezándome sobre el respaldo de la silla, demorando adrede las palabras para crear un poco más de expectativa - por sólo nombrar a uno que ahora me viene a la memoria, el caso de Atanasio Cardozo.
Hubo un silencio, acompañando a la duda, que duró más de lo que indicaba la cortesía; mientras los muchachos se miraban entre sí, para adivinar si los estaba jodiendo o les hablaba en serio. Como yo seguía mirándolos muy serio, el turco Salomón hizo punta y aventuró, incrédulo y con cierto temor a hacer el ridículo:
- ¿Vos te referís a Cardozo, el de la perinola?
- Sí, señor, al mismo. Y yo me permitiría agregar, sin exageración, el mago de la perinola. ¿Ustedes se acuerdan lo que ese tipo era capaz de hacer? ¡Era increíble! La revoleaba para arriba hasta que se perdía de vista, y te avisaba de antemano donde iba a caer, y si lo haría de punta o sobre el cabo, sin parar de girar. La pasaba de la cabeza a los hombros y de allí la hacía saltar de una mano a la otra, mientras el guacho seguía hablando como si tal cosa. Hasta lograba detenerla donde el quería, ¿se acuerdan?. El chabón te decía sale Tomatodo y pum..., salía Tomatodo. Decía Todos Ponen, Pon 1, Pon 2, Toma 1, Toma 2 y no fallaba nunca. Hasta era capaz de hacerla girar sobre la cabeza de un lápiz. Yo lo vi, se los juro. O la tiraba al suelo y ella empezaba a irse, girando como loca, para luego dar la vuelta y regresar al mismo lugar cuando él se lo indicaba. Un artista Atanasio, un verdadero artista. Tenía que ser lejos el mejor del mundo en su especialidad. El contaba que la había mandado hacer a pedido, a un artesano alemán, quien la talló de un pedazo de hueso de la pata de una vaca - Suspiré satisfecho al ver la cara de los otros, rememorando, asintiendo en silencio - ¿Se acuerdan ahora? - Rematé.
Alentados por el nuevo cariz que tomaba la charla con mi ejemplo, empezaron a recordar a ciertos personajes con aptitudes realmente extraordinarias.
- Che..., - dijo Lito iluminándosele el rostro - ¿ustedes lo conocieron al manco Ribaud, el franchute del balero?
- ¡Sííí...,! - Dijeron a coro un par de los presentes - ¡era un superdotado!
- El hombre era manco de veras - prosiguió Lito con entusiasmo - Había perdido el brazo izquierdo en la guerra, o algo así. Tenía tres o cuatro baleros de madera oscura y lustrosa que eran una preciosura. Los mandaba a filetear por un tano medio artista que pintaba los coches de la línea 64, la que va a La Boca. Me acuerdo que, de puro fanfarrón, les alargaba el piolín como unos treinta centímetros, para que fuera mucho más difícil ensartarlos. Los tiraba de frente, de espaldas, con la mano dada vuelta, por abajo de la pierna levantada, no sé..., hacía lo que quería. Era un fenómeno de otro planeta el viejo. Recuerdo que era tal su fama, que hasta venían de algunas ciudades del interior para verlo los domingos en la plaza. Eso sí, el tipo actuaba cuando se le cantaba. Si andaba con ganas, se la pasaba horas embocando baleros, pero si se chivaba por algo que lo molestaba o lo desconcentraba, juntaba todo en un bolsito azul y se las picaba dejando a todos los espectadores clavados. ¡Qué personaje...!
- No se olviden de María Elena, - intercaló Quique con los ojos entrecerrados perdidos en el tiempo y una sonrisa reminiscente - la campeona indiscutida de los hula-hula. Y lo buena que estaba, además... Tenía tanta cancha con la cintura que llegó a maniobrar con treinta aros a la vez. Si mal no recuerdo, un verano, después de terminar la escuela, viajó con la madre a Colombia..., o Venezuela..., no sé cuál, a participar del campeonato sudamericano. Y lo ganó por afano. También..., le había agregado a su rutina, mientras hacia girar los hula-hula en la cintura, varios aros un poco más chicos en los dos brazos, una de las piernas y hasta en el cuello... Parecía que se desarmaba en cualquier momento la mina. Pero era una genia. Después que volvió al país, Mancera la llevó a su programa de los sábados. Allí mostró la copa bastante berretona que le habían dado, y confesó que el premio era sólo eso, el trofeo, y ni un mango aparte. Creo que hasta estuvo endeudada un tiempo por el asunto de los pasajes, que tampoco se los pagaron nunca. Pobre mina..., al tiempo se casó con un ganso del barrio, se llenó de pibes y ahora parece un lobo marino... ¿Qué cosa, no...?
Todos asentimos de buena gana. Con nuestro talante mejorado notablemente al encontrar esos recuerdos escondidos tras una pila de años y los consabidos avatares de la rutina cotidiana. Al final, mi razonamiento se había impuesto. Habían existido superdotados en otras distintas disciplinas, que no fueron contaminados por las avalanchas de dinero que hubieran podido ahogarlos. El negro Pinto le dió una rápida ojeada al reloj y anunció con pena que ya se estaba haciendo tarde. Concordamos con su apreciación y empezamos los preparativos para la retirada a casa.
De pronto, hubo una breve conmoción cerca de la entrada al café y todos los presentes voltearon sus miradas con curiosidad hacia la puerta. El canillita de la esquina entró corriendo, alborotado y radiante como si hubiese visto a la Virgen. Se paró ufano en el medio del salón, dirigiéndose a todos:
- ¡Recién acaba de pasar el Diego por acá! ¡Iba caminando con una mina..., la novia sería..., y me firmó un autógrafo, con dedicatoria y todo! ¡ Hasta me acarició la cabeza! ¡Si quieren ir a pedirle uno, apúrense, porque se las pica...!
Algunos salieron corriendo atropelladamente del local, para poder alcanzar a Maradona antes que desapareciera. Uno gritó al pasar apresurado rozando nuestra mesa:
- ¡¿Vamos muchachos...?!
Miré pausadamente uno por uno a mis compañeros y no detecté en ninguno la fatua llama del fanatismo. Para cuando el tipo ya había traspuesto como un rayo la puerta hacia la calle, contesté, más a mi conciencia que a su pregunta:
- Naaa... Seguro que ni se acuerda de lo que es una perinola...
- Ni un balero... - Agregó Lito.
- Y menos un hula-hula... - Concluyó Quique.
Entonces salimos los seis al aire más puro, fresco y húmedo del crepúsculo, sorprendentemente animados. Ya no llovía, y cada uno de nosotros enfiló para su destino.