La encrucijada de Arturo. Capítulo IX.

Tuve que robar para sobrevivir.

Cogí las escasas pertenencias que poseía, y deje mi puesto de trabajo para aventurarme en busca de un futuro incierto. Mi verdadera profesión se estaba forjando a base de huir de un lugar a otro. De momento buscaría una pensión que podría pagar gracias al dinero que sustraje engañando a mis abuelos, ya que aquella familia nunca llegó a enterarse de los pocos ahorros que tenía escondidos.
Después, decidiría lo poco qué podría hacer a mi corta edad, sabiendo de antemano las dificultades que me iba a suponer encontrar un trabajo siendo todavía menor de edad: debería ― en realidad ― estar en una escuela, además si las personas adultas no encontraban nada, ¿cómo lo iba a conseguir yo?
Hay un dicho que dice: qué con dinero se arregla todo, y creo que algunas veces es acertado, pues tuve suerte y encontré lo que buscaba. De momento para salir del paso todo arreglado, mientras me alcanzara el dinero claro. Sin embargo, deseaba que el destino me favoreciera encontrando trabajo.
Iban pasando meses, y mis posibilidades de encontrar algo adecuado a mi edad eran nulas; otra cosa hubiera sido en el campo, pastoreando ovejas o labrando la tierra, posiblemente que ya habría encontrado empleo, pero en una ciudad, y en aquellos años de hambruna, era como buscar una aguja en un pajar. Me sentí decepcionado sin saber qué hacer ni dónde ir. En estas condiciones aguanté poco más de un mes, hasta que me quede sin dinero para pagar la pensión, motivación suficiente para echarme a la calle sin miramiento alguno. No tuvieron compasión ni aún tratándose de un niño, ni les importó que no tuviera dinero para comer, ni una cama para dormir.
Vivir en la calle fue una tragedia para mí. Tuve que recurrir a la mendicidad para poder subsistir, para dormir lo hice debajo del puente de un pequeño río que cruzaba la ciudad. Y para no hacerlo en suelo, utilicé un cartón que hacía de colchón, pues aunque que el río era poco caudaloso y estaba casi seco, el suelo tenía humedad. Para taparme no tuve problema ya que era temporada de verano y no hacía frío; otra cosa sería al llegar el frío invierno, pero hasta que llegara confiaba en que cambiara mi suerte.
En las condiciones que describo fueron pasando los días, pero con lo que lograba recaudar pidiendo no lograba sobrevivir. En mi desesperación, la única alternativa que se me ocurrió fue llevar acabo pequeños hurtos, aprovechando las grandes aglomeraciones de la gente. Mis víctimas siempre fueron las sufridas señoras; ya que eran más fáciles de robar que a los hombres, sobre todo cuando se distraían hablando, pegaba el tirón del bolso, y “a correr”.
No obstante, intuía que aquella vida desordenada tendría un fin desastroso para mí, debido al peligro que me exponía en cada robo.

Pues bien, despues de leer tu texto encuentro una contradiccion, si el celador era muy cruel con los chicos se me hace contradictorio que en el viaje acariciara al chico.
Yo hubiese abordado la escena mas o menos asi, para evitar la contradiccion:
-Era tanta la felicidad y la dicha que miraba en mi que olvidando por un momento su desprecio a los niños, me acaricio-

Esa es mi vision, por supuesto muy subjetiva.

Recibe mi saludo fraterno.

Apreciado Ángel:
El niño disimuló estar tan contento por reunirse con sus abuelos, que el celador aún siendo cruel con los niños, no dudo por una vez en dedicarle unas palabras amables, lo que este no sabía, era la trama que el chiquillo le estaba preparando, y que veremos en el próximo relato, de todas formas, gracias por tu critica amigo
Un abrazo fraternal, Josan

Jaime, de nuevo aquí para agradecerte tu paso por mis letras amigo.
Un abrazo muy grande desde España, Josan