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ImageShack.us COSAS QUE PASAN… SUCESOS INEXPLICABLES
¿SUEÑOS?
Conseguí su dirección por medio de una Asociación que se dedicaba a poner en contacto a personas de diferentes países para hacer amistad. Entonces, en España, el ordenador todavía no era tan popular como en el momento actual por lo tanto la gente se carteaba más que ahora, en la que toda la comunicación es a través de Internet. Yo quería practicar el idioma inglés y sus cartas me sirvieron para conocer expresiones y giros coloquiales que me ayudaron bastante en ese aprendizaje. Se llamaba Patricia (un nombre bastante común en Irlanda) y vivía en la capital, Dublín. Después de intercambiar cartas y regalos durante un tiempo, cierto día recibí una carta en la que me invitaba a pasar una temporada en su ciudad. Me gustó la idea. Lo pensé, y acepté. Hice mi maleta y un sábado de mediados de Agosto, embarqué en un avión de la Aer Lingus con destino Dublín.
Los abrazos fueron muy afectuosos al encontrarnos y ambas nos estudiamos la una a la otra con disimulada atención por no parecer incorrectas. Aunque habíamos intercambiado fotos, la presencia física tiende a cambiar el aspecto de las personas; sus gestos, su mirada, su voz…tan diferentes de la imagen fija de una fotografía. Patricia era una mujer de mediana edad, no muy alta, llenita de carnes sin ser gorda, de facciones pequeñas en un rostro redondo que siempre mantenía unos rosetones en las mejillas. Peinaba en un moño su pelo rubio rojizo y se sorprendió al verme pues me dijo que yo no parecía española. (Ya he podido comprobar más de una vez que, en el extranjero, no sé por qué, esperan que todos los españoles seamos morenos y de ojos oscuros cuando, sin embargo, somos tantas las personas rubias y de ojos claros).
El idioma, en un principio me resultó muy difícil de comprender. Yo tenía que traducir al español en mi mente, sus palabras inglesas y para eso necesitaba tiempo, por lo que me vi obligada a decirle que hablara con lentitud para poder comprender las frases con más facilidad, pero, también he de decir que, a los pocos días, ya entendía su verbo sin ninguna dificultad y nos podíamos comunicar a la perfección.
Patricia vivía en las afueras de Dublín en una casa pequeña de dos pisos, rodeada de jardín que a mí me recordó a cualquier chalet del Sur o el Levante español. Sobre todo la fachada. Enjalbegada, con ventanales desde los que se veía el jardín rodeado por un seto de cipreses bien recortados que protegían el interior de la vista de los transeúntes. Desde la pequeña puerta de madera del jardín, hasta la de la entrada a la casa, por cierto, -pintada en un azul muy chillón, cosa bastante común en Irlanda, según pude comprobar más adelante-, se abría un camino de losetas, dejando a un lado y a otro, un césped cuidadísimo que a mi me ocasionaba una tremenda pena pisar pero por el que ella paseaba tranquilamente. Más tarde, comprendí que allí el césped se conserva verde y fresco aun en pleno agosto a causa de la humedad y de la temperatura que no sobrepasa los 15-20º.
El interior de la casa sí era el típico acondicionamiento anglosajón. Suelo enmoquetado en un vestíbulo que parecía sacado de cualquier película inglesa. Pequeño, con un perchero, un paragüero y una mesita en la que descansaba el teléfono, al lado de la cual, unas escaleras no muy anchas ascendían al segundo piso donde se ubicaban tres habitaciones tampoco muy grandes y un baño decorado como si fuera un invernadero. El salón estaba en el piso bajo, a la derecha de la entrada, con un ventanal descubierto, sin rejas, -esta sí era una diferencia acusada con las ventanas de las casas españolas-, desde el que se divisaba la entrada y parte de la calle, estaba totalmente lleno de pequeños peluches dispuestos por cualquier lugar pero bien ordenados; por encima del sofá, de las butacas, de la chimenea, mesitas, etc., detalle éste por el que pregunté y, mi amiga irlandesa comentó, entonces, su afición a coleccionar estos muñecos. A la izquierda del salón se abría otra habitación, también con un gran ventanal, desde el que se podía contemplar la parte trasera del jardín y, en este salón se encontraba colocada una mesa de comedor, un aparador con vajilla en la vitrina y algún mueble auxiliar. A la izquierda de esta estancia, una puerta comunicaba con la cocina por donde también se podía salir al jardín. Por lo tanto, pude comprobar que la casa estaba completamente rodeada por un césped perfectamente cuidado que ofrecía una sensación de aislamiento y tranquilidad, muy agradable.
Desde el primer día de mi estancia, pude observar que, en la cocina, bien acondicionada, había un armario bastante grande de apariencia antigua, de buena madera maciza, con puertas en la parte de arriba y otras dos en la parte de abajo, que mi amiga nunca abría, por lo que intuí le servía como despensa, pero jamás vi que de él sacara o guardara algún alimento. Siempre permanecía cerrado.
El día de mi llegada, descansé y me habitué al ambiente y al siguiente día comenzaron los paseos y las visitas para conocer el país. Después de empaparme de la ciudad, de conocer sus calles, sus tiendas, sus centros comerciales, caminar junto al río Liffey y contemplar desde una colina la hermosa bahía que a mí me recordó la bahía donostiarra, Patricia me preparó el viaje para visitar al día siguiente el castillo de Malahide.
Salimos por la mañana en el coche para seguir hacia el Norte donde a unos 16 km. de Dublín se encuentra el hermoso edificio y sus jardines que ocupan 100 hectáreas de terreno. Después de pasear por los cuidados caminos ajardinados cubiertos de césped, entramos a visitar el interior del castillo del que no voy a dar pormenores, sólo diré que es digno de ver. Lo cito solamente por lo sucedido posteriormente en la casa de Patricia y no por otra causa pero sí diré que, además de poder contemplar una colección de muebles del siglo XVIII, en el centro del castillo se encuentra lo que se llama la “Oak room” (“la habitación de roble”) que lleva ese nombre debido a estar forrada de esta madera desde el suelo hasta el techo con dibujos de origen flamenco y seis paneles representando escenas de la Biblia. Pero lo más importante y el nudo de este relato fue lo que ví y supe cuando entré en el gran Hall. Una enorme sala con dos chimeneas, una gran mesa en el centro y un palco en lo alto de una pared donde, parece ser, se ubicaban los músicos cuando se celebraba una cena.
Debajo de este palco hay una pequeña puerta de madera en forma de arco, de no mucho más de 1 m. de alto que, según las explicaciones era para que entrara y saliera por ella un bufón enano llamado Puck y que es uno más de los fantasmas que, dicen, habitan el castillo. Según la leyenda o la historia, eso no puedo asegurarlo, el bufón murió apuñalado en el corazón y desde entonces, se cuenta, que si en el castillo sucede algo que a él no le gusta, se manifiesta y demuestra su descontento.
A mi me resultó graciosa la historia y el tal Puck me pareció un simpático fantasma aunque no podía asegurar que suficientemente verosímil y así se lo comente a Patricia que sonrió sin hacer ningún comentario. La mañana finalizó con almuerzo en un restaurante y después nos acercamos hasta una playa de arena gris, por la que paseamos zarandeadas por un fuerte viento que nos obligó a abrigarnos con nuestros jerseys aun estando todavía en el mes de agosto. Luego, ya cansadas del paseo, cogimos el coche de vuelta a Dublín.
Entrábamos por la puerta de casa cuando sonó el teléfono y por lo que me dijo después Patricia, alguien necesitaba entrevistarse con ella para algo importante así que me dejaba sola durante un rato. Yo podía cenar, ver TV, leer o acostarme, según me viniera en gana. La casa me pertenecía hasta su vuelta.
Al lado de una de las butacas del salón, Patricia tenía un cesto donde guardaba Revistas pasadas de fecha y me dispuse a hojear una mientras me tomaba un té recién hecho. Disfrutaba del silencio y de la bebida cuando, un ruido como si se arrastrara una silla, llegó desde la cocina. Extrañada me levanté y al asomar mi cabeza por la puerta, la sorpresa me dejó paralizada. Un ser minúsculo, de medio metro de alto o poco más, vestido de una forma que a mí me pareció estrafalaria, intentaba sentarse en una de las sillas que rodeaba una mesa de madera situada en el interior de la cocina. En lo primero que me fijé fue en su sombrero y en sus zapatos. Estos últimos eran enormes, como si tuviera unos pies que no le correspondían a su estatura. Puntiagudos, con una hebilla cuadrada y plateada de grandes dimensiones que le cubría el empeine. El sombrero , en forma de pirámide, parecía muy usado, le cubría hasta los ojos y podría decirse lo sujetaban sus dos grandes orejas, rojas en los extremos, que se doblaban ligeramente bajo el peso del raro sombrero. Tenía una barba rojiza, no muy larga pero de pelo tan grueso que parecían púas de puercoespín y dejaba ver una boca grande bajo una nariz chata también de enormes dimensiones. Las piernas, delgadas y curvadas, se descubrían por debajo de lo que en un principio creí eran unos calzones marrones mal cortados por los bajos pero que resultó ser una especie de delantal, puesto que las piernas estaban cubiertas hasta la rodilla por unos estrechos pantalones. Terminaba su atuendo con una casaca marrón de tres botones dorados en cada delantero y entre una solapa verde muy grande, se podía ver una especie de lazo marrón. Se quedó petrificado al verme y rápidamente volvió la cabeza hacia el armario grande que siempre estaba cerrado. Ahora tenía abiertas las dos puertas de la parte baja y en el hueco pude ver al ser más maravilloso jamás imaginado. Agachada y medio arrodillada, una especie de sílfide a la que no pude distinguir ninguna vestimenta me miraba sorprendida con unos hermosos ojos claros como el agua. Un cabello sedoso, larguísimo, parecido a hebras de seda amarilla, cubría casi por completo su desnudez, dejando al descubierto unas piernas y unos brazos de un perfecto torneado, cuyas manos sujetaban una amalgama de hojarascas marrones y amarillas, mientras unas grandes alas de variados dibujos y colores que a mi me parecieron las de una mariposa, tapaban toda su espalda. En la cabeza, una corona de flores, sujetaba su cabello rubio y cuando iba a dirigirme a ella, oí como se abría la puerta de entrada y la voz de Patricia pronunciaba mi nombre.
-¡¡Corre, corre, Patricia, entra…!!- le dije muy excitada.
Al verme tan alterada se asustó y corrió tras de mí pero cuando entramos en la cocina, todo estaba en orden. Las sillas rodeaban la mesa, el armario tenía las puertas cerradas como siempre y no había ni ser enano extravagante ni hermosa sílfide. Me quedé sin habla y no pude evitar echarme a llorar. Aquello no podía haberme sucedido a mí. Patricia me abrazó, y oí como me hablaba dulcemente en gaélico mientras acariciaba mi cabeza. Luego me besó y mientras me acompaña al salón para prepararme un buen té según sus propias palabras, en el suelo, junto al armario, había una flor rosada que recogí y guardé en mi mano. El perfume llegó hasta mi olfato. Un perfume que jamás he vuelto a percibir.
Patricia y yo, no volvimos a hablar nunca de este suceso, yo he terminado creyendo que imaginé aquellos seres a causa del cansancio, el ambiente extraño, la soledad del momento, las horas nocturnas, y condicionada mi mente por la historia del bufón Puck en el castillo de Malahide. Son cosas que pasan. Pero…, ahí están. ¿Acaso fue un sueño? MAGDA.
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