No creo que mi aspecto en vacaciones, pueda soliviantar a nadie, ya que en mis ropas busco una situación cómoda, ya no sólo en los momentos de estío, sino en cualquier momento; la pana viene a ser mi preferida, cuellos abiertos y calzado cómodo, esta indumentaria, me proporcionó lógicamente ese día enfrentarme a mi visita por los arrabales de un pueblecito del sur de Portugal, sin importarme en gran manera las miradas interrogativas de sus habitantes.
Con el sol de frente, y mezclándome en la actividad de la mañana, abandoné el asfalto que forma frontera entre la mal llamada civilización, introduciéndome en una amalgama de cartones, maderas y materiales de deshecho, que formando esqueleto de caprichos en forma desafiantes ante cualquier ley de gravedad, intentaban dar refugio a las muchas personas que allí luchan por vivir; a lo lejos, voy perdiendo el sonido del mercado de pescado inclinándome sólo ante el sonido producido por las olas del mar, la luz es intensa, lo cual encarece los colores que como si hubieran luchado contra cien tempestades deslucen su brillantez en opacos reflejos, una de las chabolas parece ser el punto de influencia de la totalidad del barracal, cuatro pescadores me observan desde su dintel, con las botas de goma caladas por encima de las rodillas, desde lejos parecen grotescamente deformes, su baja estatura confieren un aspecto conciliador, más sus rostros ajados por el tiempo ensombrecen su piel castigada por el sol, dándoles un aspecto serio, a mi derecha casi de forma agresiva, se me coloca una pareja rompiendo el conjunto monovirtual de los colores, hablan un mal inglés y su piel pálida se destaca por sus ropas inmaculadamente blancas. Buscan el mismo objetivo que yo, y sin más mesura que el de su idiosincrasia lanzan certera una foto con su reluciente máquina de fotos, me retiro unos pasos observando que la mirada de las cuatro personas confluyen en su airoso fotógrafo y al mismo tiempo bajan las cabezas como intentando cubrir la desnudez de su talante empobrecido, más no se inmutan, forma ya casi hábito de la costumbre, acaricio la funda de mi vieja Olimpia, sin atreverme a moverme, ya que me gustaría realizar el mismo hecho que la pareja de extranjeros, pero un sentimiento de indignación no me lo permite, creo sentirme incómodo traspasando la más mínima frontera entre la opulencia y la más mísera miseria.
Con pesadumbre continúo mi paseo, tan anegado de ideas, que apenas sin darme cuenta quedo introducido en lo más profundo de la barriada, seis caminos polvorientos se cruzan formando una plaza rematada a sus costados por la grandeza de la retama confundida con hierros y cartones. En un lateral gorgojea el manar del agua sobre una sucia fuente de piedra, a su lado una niña desgrana su melena retorciendo su cuerpo bajo el líquido, a su lado una mujer de mediana edad con un roído camisón cruza sus manos por dentro de la tela para frotarse su cuerpo, la niña frente a su madre impera en su desnudez, ambas figuras se distorsionan para abrazar el hilo de agua que parece no llegar nunca al suelo, si no fuera porque los pies de las protagonistas yacen pardos por el barro que formando una ligera pero profunda hilera se pierde en el lateral de uno de los caminos.
Prosigo mi camino ante la angustiada mirada de un famélico perro que dormitaba ante una choza, su piel se acomoda bajo unas callosidades a la silueta del suelo y sus orejas no emiten signo alguno de extrañeza, un gemir casi imperceptible de un niño recién nacido surge enlazándose con el ruido de una ligera sirena, no puedo situar su presencia pues de golpe emerjo en el paseo que se cobija a la orilla de la playa, es día de mercado y los puestos se aglutinan a lo largo de la senda, un festín gutural embriaga mis oídos, de aquí para allá saltan los ruidos de los feriantes en una fuerte amalgama de colores a cada cual más incierto, música andina, fados, saetas todo parece bullicio con el polvo que se precipita por la cantidad intrínseca de personas que parecen atropellarse en fuertes persecuciones; me siento cansado y traspaso la estrecha hilera que me separa del mar, volviendo a recoger la paz del océano roto en la playa, mis pies se clavan en la arena y mi andar se hace más pesado, pero no quiero regresar al bullicioso mercadillo ni volver a entrar en el desolado conjunto de casas prefabricadas de miseria, un fuerte olor a pescado podrido no es capaz de retener mi mirada que queda plasmada ante un pescador que se le desfigura el rostro en extensos surcos de su piel, maneja con habilidad una negra aguja sobre una red que parece no tener fin, tan ajada como el pescador y sin duda motivo del putrefacto hedor que pulula el ambiente, quisiera entablar conversación con él pero me da miedo la diferencia de idioma, tendría tanto que preguntarle, pero en ese preciso instante un gato pardo tan envejecido como su dueño, y ambos casi en el más completo silencio perdieron camino hacia las sombras de la miseria.
No sé cómo regresé a mi hotel, ni con que gusto saboreé ese día la comida pero hice una promesa que, hoy pasados muchos días desde entonces habría de perpertuar dando estas líneas para arrojarlas de mi mente, calmada pasmosamente y circunscrito a la realidad de la vida.
Quiero dar las gracias a mis protagonistas porque cada vez que me angustia la más mínima preocupación yo llevo los rostros serenos de la niña, la mujer el pescador y su gato, viviendo día tras día sin importar el instante de una imagen enmarcada en el recuerdo de una foto.