Algunas personas sí eligen el camino. Pero no para mejor; todo lo contrario. Me da mucha pena ver a gente más miedosa que yo. A veces, excesivamente miedosa.
¿Cuál es el sentido de viajar? Precisamente, el viaje. El placer no se encuentra en el destino (bah, quién sabe, pero eso no podemos determinarlo ahora).
Viajamos hacia un lugar desconocido. No sabemos si hay playa o sierra, si es un paraíso o un pantano demoníaco, si es un bosque o un desierto. Si es una ciudad o si simplemente no hay nada. De todos modos, puede ser un viaje corto y agradable si lo aprovechamos o larguísimo y torturante si lo tomamos como algo que nos queremos sacar de encima.
Aparentemente, el viaje es una línea recta, aburrida, con alguna que otra curvita obligada. Obviamente, la recomendación es ir por el mejor camino, iluminado, señalizado. Acatando todas las señales de tránsito.
Entonces, el día que bajemos en la terminal nos daremos cuenta de que llegamos a La Plata en solo una vida. La mejor autopista. Un viaje tranquilo, sin un solo sobresalto. ¿A eso lo llamamos viaje? ¿Cuál fue la palabra que hizo que no tomáramos por otro camino? ¿Qué hizo que no peguemos un volantazo y nos vayamos a Mendoza o a Tilcara, por ejemplo? El Miedo.
El miedo, ese gas paralizante. Todo con cautela, a ver si nos pasa algo.
Sinceramente, lo lamento. Pero no puedo agarrar el camino más seguro a costas de sacrificar mi viaje. O mejor dicho, prefiero doblar y doblar porque paradójicamente tengo miedo de que no aparezcan más salidas.
Yo también tengo miedo, pero no es un miedo cobarde. No tengo miedo cuando siento que la ruta es la que quiero.
Uno puede elegir para peor su camino. Si se basa en la cultura del miedo, en la doctrina de la cautela y en el conservadurismo, que no espere otra cosa que seguridad. Como dijo alguna vez Dolina: Toboganes rectos –donde uno no puede deslizarse-, subibajas estáticos. Mirar el mar desde la arena. Oler el asado y comer ensalada.
Cada uno puede hacer lo que quiera. Yo estoy cansada de perder el presente para preparar un futuro. Sigan por el mismo camino.
Pregúntenle a Caperucita como se hizo famosa.
Sabemos – todos lo tenemos bien claro- que todo esto es un farsa. Terminemos con aparentes actitudes coherentes. Basta de hacernos entender mediante hechos; nadie puede comprendernos. Basta de esforzarnos en parecer cuerdos.
¿De qué sirve que nuestras decisiones sean aprobadas por los demás? La objetividad no existe; todos estamos influídos. Nadie puede criticarnos. Bah, todos pueden, pero eso no debe preocuparnos.