Me levanté de la mesa, molesto por la broma, abrí la puerta de la cocina y lancé la copa hacia la pared.
— Me diste a beber sangre —Grité molesto.
El sabor amargo que recorrió mis labios hasta la garganta era asqueroso.
El hermano me sonrió vilmente, implícito a su tarea, jovial por la lúgubre hazaña del terror que sabe expresar por su risa, rostro y trabajo de su despreciable alma.
— Yo no tengo alma, pero tú si la tienes mi estimado Aldo Iván Chapa de la Garza —El hermano miró hacia la mesa, y en ella estaba una persona tendida.
Se veía dormida, pacifica a todo lo que andaba ocurriendo sin litigar la realidad con la fantasía. Sus suspiros marcaban la tranquilidad y la exhalación una osadía de felicidad; pero, era igual a mí, incluso vestía las mismas ropas.
— No puede ser —Dije asombrado.
— Así es. También tiene la misma mancha de salsa de las alitas que me tumbaste —Dijo el hermano, con un cuchillo en la mano— El sabor de vino más exquisito es de la persona que no tiene valor de asesinar a una persona aunque este dependa de la vida de los demás. Esa fue la prueba cuando resucité al hermano de tu amiga.
El hermano alzó el cuchillo para cortar mi cuello, corrí para detenerlo. Ambos caímos al piso y el cuchillo a un lado mío. Me levanté, y furioso le dije. “Ahora si te mato, te demostraré que conmigo no se juega”. El hombre sin nombre se echo a reír, sus carcajadas ostentaban más fuerza y vileza que los propios demonios que vivían en el averno, por tal razón y no querer escucharlo me hinqué para recoger el cuchillo, pero al hacerlo no pude. No comprendí el por qué no podía hacerlo, era inútil, mis dedos se desvanecían cuando pasaba alrededor del utensilio.
— Ya eres una alma condenada a servirme hasta que mi deuda este pagada.
— No.
Me levanté del piso, observé el cuchillo y el filo estaba cubierto de sangre, yo estaba cubierto de sangre, miré mi cuerpo tendido sobre la mesa y me veía desangrar. Salí corriendo del lugar pero al llegar a la puerta no la pude abrir. Atrás de mí la risa me perseguía, como si su carcajada rompiera con mis tímpanos, cada vez se hacía más fuerte y yo más parvo a sus ideales. Sin razón alguna me comencé a sentir débil y caí de rodillas. Por una puerta vi salir a mis amigos, todos riendo seriamente, sin gesto de felicidad o traición, vestidos de cuero, y en cada una de sus manos un sombrero y una máscara de verdugo. Cada uno de ellos marcados de la manera en la que llegaron a morir, cada uno de ellos destinados a servir al ángel demonio para ser perdonado por el creador de los cielos y la tierra, y yo, con mis nuevo traje de sirviente no despertaré hasta que haya terminado con mi misión.
FIN
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