La llovizna lo besa todo en la mañana del 24 de julio de 1837. El niño
Francisco cumple 10 años. En la gran casa, todos los negros están de
pie desde las 4 de la madrugada. También doña Pabla
que como una grande y gorda maquina de dar órdenes, crece y tiembla
cada vez que llega la hora de que el niño se despierte. Aun nada de lo
que tenía planeado esta hecho, y ellas, las negras, lo saben, el niño
es peor que la madre.
- Facunda, ese mantel debe ser blanco, no gris, blanco. Eleuteria, apresúrate con la leche, a Francisco le gusta caliente… y los biscochos Robustiana?
¿Donde están? ¡Deberían haber estado ya en la mesa!- La gran mujer
corre por la casa gritando y desean que el niño no despierte con los
gritos
- Dios te guie!, Doña Juana amaneció con el infierno en la boca, escuchen como grita, es hecha una loca
- Ojalá se caiga y se desnuque la gorda.
- ¡Rubustiana, que tu lengua se lo coman los sapos, que te maldiga el diablo! Si nos escucha, nos mata a todos.
-
Por favor Facunda, ya todo el mundo en Asunción sabe que andas haciendo
brujería para de una buena vez le dé el patatús.
- Pero yo, al menos, se cerrar la boca.
- Silencio, aquí no estamos para discutir, estamos para servir al patrón. Facunda, toma la leche y llévala al comedor.
Eleuteria, aunque no era la mayor, era a la que Doña Pabla
más estimaba, no era de ninguna manera coqueta como las otras, ni mucho
menos rezongona, poseía una disciplina que a Francisco le gustaba, pues
el niño, con tan poco edad, ya sabía distinguir de un buen soldado de
otro. Esa extraña forma de hacerlo todo y delegar tareas, era algo que
a los flojos negros de la Asunción no agradaba ni por asomo.
- Para
eso ya tenemos a nuestro patrón que nos da duro cuando fallamos, las
mujeres son para en el día en la cocina y en la noche, en la cama.- Se
escuchó decir un día al José Martínez, un viejo esclavo de Lambaré.
La noche anterior había salido a la disparada de la quinta. Había
llegado a escondidas para su dosis de ternura, pero su treta le salió
mal, pues ya Eleuteria
lo estaba esperando con una cruz en la mano y un látigo en la otra, la
quinta tenía fama de tener fantasmas, ella no iba a dejarse asustar tan
fácilmente y cuando distinguió en la habitación algo más oscuro en la
habitación se dio al Padre Nuestro y a dar latigazos que daba gusto.
Poco o nada le importo que el espíritu hablase y que le pidiera por el
amor de Dios que le dejara de dar tan duro, el estaba vivo y hasta
nombre tenía. Esa noche estará grabada en la mente de Eleuteria por el resto de su vida, no por el suceso sino por los rumores que al día siguiente se repartieron como patadas de loco.
- Eleuteria
tiene su “abajo” sin remedio- Fue uno de los tantos comentarios que
escucho y uno de los tantos que estrujo su corazón. Ahora estaba
respondida la pregunta de por qué Eleuteria Fernández
no tenía hombre. – Pobrecita, lo que ha de ser no tener a alguien que
se “arrime” a una por la noche.- Fue lo último que escucho desde que
decidió cerrar sus oídos y no reacciona, no disminuir ese semblante
metaloide que tenía su rostro. Solo ante una cosa sus ojos volvían a
tener ese brillo que alguna vez tuvo.
- Buen día Eleuteria, que rico huele la leche
-
¡Francisco!- Si, Francisco, ese niño con un rostro extraño. Tenía unos
ojos marrones tan dulces que no permitía creer, a quien en verdad no lo
conocía, que ese sutil movimiento de cabeza podía ser en verdad algo
que por dentro surgía a veces.
- ¡Hoy cumplo 10 años, negrita!-
Corre por el salón vestido de gris, una bufanda negra y una boina del
mismo color. Ríe como el niño que es, salta a los brazos a quien quiere
en verdad. A veces su madre, en el fondo de la cocina, se pregunta si
ama más a la esclava que ella misma. Es a la única persona a quien
expone su cariño. A nadie, ni siquiera las mujeres que en tiempo futuro
tendrá entre sus brazos, a nadie con tanto apasionamiento. Solo a ella.
– ¡Te quiero mi negrita!
- Yo también te quiero, Francisco- Ríen,
hasta que la madre interrumpe con ese extraño aroma que nadie nunca
supo interpretar que era. Tal vez resentimiento.
- Feliz cumpleaños Francisco- Abrió los brazos, adorno el braseo con una tonta sonrisa, sus palabras ni siquiera tuvieron sentimiento.
-
Madre- Contestó, fue un saludo o solo hizo notar que ella se encontraba
en la habitación. Esa palabra la hacía existir en un triste cementerio frio, en ese caserón lleno de fantasmas. Ella era uno de ellos
- Hijo, no seas cruel, abrázame
-
Señora, el simple hecho de llamarla “madre”, debería de ser suficiente
consuelo para usted que me ha hecho nacer en pecado
- Por el amor de Dios, Manuel Rojas no es tu padre, tu padre es don Carlos, padre de tus hermanos.
- Por el amor de Dios usted Doña Pabla,
¿no es acaso ya suficiente mi situación de bastardo para que quiera
burlarse de mi inteligencia? Muchas veces la he visto con ese hombre en
los jardines…
- ¡Niño insolente!- Una cachetada lo hizo callar.
- ¡Doña Pabla!- Si, Doña Pabla quería a Eleuterio,
pero odiaba la forma que acariciaba el rostro de su hijo, de rodillas,
como una santa preocupada por la corrupción del cuerpo de Cristo, como
dándole el amor que él no le permitía obsequiarle.
- Eleuteria, retírese-
La negra dudo un momento, pero mientras sus manos acariciaban el lacio
de sus cabellos comprendió que el niño podía defenderse solo. No
necesitaba de ella como todos los hombres. Sus pies descalzos rasparon
el piso de ladrillos mientras se alejaba. Madre e hijo se quedaron
solos, íntimos, como espíritus que se movían nerviosos en su tumba
colonial. De cuando en cuando, en ese eterno silencio, podía escucharse
algún ruido de las negras en la cocina, sonido que lo hacía despacio a
propósito. Se escuchaba que algo decían, pero no se comprendía, solo el
viento sur que se colaba en el caserón traía ese eco pequeño entre
hollines. Ese mismo gélido aliento bailaba entre los cabellos del niño
y el pesado vestido de la señora. Francisco sentía entre sus mejillas
el ardor del frio, y el de su madre, que aun sentía. El no se lo decía ni a Eleuterio, pero muchas veces deseo abalanzarse hacia esa mujer y abrazarla. Sentía miedo, vergüenza, odio.
- ¿Va hablar señora?
- No, no lo hare
- ¿Puedo salir? He visto golondrinas en los lapachos.
-
¿Es una fórmula de respeto nada más? Puedes hacerlo.- Golondrinas,
Francisco se sentía atraído por las golondrinas. Es por eso que
subrayaba el haberlas observado, se sentía feliz por haberlas visto en
invierno. Que hacían huérfanas en el frio? ¿Que las hacia escaparse de la lógica, deshacer su vuelo hacia la primavera, volver al jardín que hoy esta gris, casi negro?
- Vienen a mi- Le dijo una vez a Eleuteria, hace algunos años cuando lo saco a pasear.
- ¿Vienen junto a usted?
- No junto a mí, negrita, vienen a mi.- Posiblemente
la negra no comprendía la diferencia de las oraciones, por eso no
distinguió en los ojos del niño un brillo extraño, ni tampoco se dio
cuenta del momento en que se escapo y fue a buscar un cuchillo de la
cocina. Ella no se daría cuenta de nada, solo cuando ya fue tarde, solo
cuando detrás del rosedal, una golondrina alzaba vuelo como asustad, como desesperada y de las manos del niños goteaba delicadamente una seda de sangre
- ¡Jesús, Francisco, te cortaste la mano!- Lo tomo entre sus brazos y se alejo en largas zancadas.
Francisco salió al jardín, se saco la boina, el viento jugó con su
cabello, se dejo bañar por la llovizna, dejo que la mansa agua se
mezcle con el agua de sus ojos. Las golondrinas cantaban en los
arboles. Eleuterio miraba desde la ventana y sonreía al verlo. Poco después se perdió tras un rosedal.
- ¡Facunda, mira las golondrinas se volvieron locas!- Grito la negra Rubustiana-
Seguro ya está cerca el fin del mundo- De las manos de Francisco caían
unas esferas sangrientas al pasto, una golondrina voló desesperada.
Solo Eleuteria se mantenía serena frente al fuego.