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 DESAMOR

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Xanino
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MensajeTema: DESAMOR   DESAMOR Icon_minitimeMar Dic 08, 2009 5:15 am

DESAMOR

La casa de dos pisos era una antigua villa perteneciente a la familia desde que aquel abuelo de barba partida cuyo daguerrotipo conservaba sobre el velador del saloncito de música, la había mandado construir, allá por los años 1840. Cuando la casaron con Humberto, hombre mayor, de rostro enjuto y ojos de mirada dura como brasas ardientes, se llevó a la villa todos los detalles amados. Conocía la necesidad de refugiarse en las pequeñas cosas que le proporcionarían alegría para continuar su vida.
Sentada sobre una butaca azul mientras posaba su mirada clara en los parterres del jardín, observaba como Luisillo, el jardinero, se ocupaba de podar los macizos de flores y dejar homogéneo el suelo cubierto por la gravilla. Laura lucía un vestido azul oscuro con un recogido en la cintura y suelto sobre la amplia falda. El corpiño, del mismo color, adornado el escote con un cuello de encaje blanco, dejaba ver por debajo de unas mangas que se abrían en el antebrazo, otras abullonadas en color blanco, sujetas a la muñeca con estrecho puño por donde asomaban sus manos blancas como alas de paloma. Su peinado, recogido en unos tirabuzones cubriendo la nuca, enmarcaba una cara pálida donde sus ojos garzos demostraban una aceptada tristeza.
Sabía que no debía quejarse. No le faltaba nada. Todas sus necesidades estaban atendidas holgadamente. Humberto había sido un buen partido. Dueño de un Banco y metido en los entresijos de la política además de pertenecer a una familia de renombre, no era un pretendiente a desdeñar. Esa fue la razón por la cual sus padres la casaron con él sin reparar en los deseos de su corazón
.
-¡Huy, el amor…!- le respondió su madre en una ocasión en la que, en un momento confidencial, intentó hacerle comprender los anhelos de su alma. –Casi nunca llega- le dijo mientras se abanicaba sentada en uno de los bancos del jardín. –Humberto es un hombre rico, vivirás con todas las necesidades de una dama, cubiertas. Estarás bien considerada en la sociedad. Participarás en fiestas y saraos y además de ser recibida en todas los salones de la alta sociedad, provocarás la envidia de unos y otras con esa belleza que Dios te ha dado.

La madre tuvo razón, todas sus advertencias se cumplieron, no quedó ninguna sin realizarse, incluso la del desamor. Su corazón estaba vacío. No era amada. Humberto, su esposo, la trataba correctamente, salvo en algunas ocasiones en las que se le alteraba el genio y sus desmanes, fuera de lugar, la asustaban, pero eso era todo. Tampoco ella sentía nada por él, únicamente un respeto lleno de tristeza por el conocimiento de estar unida a un hombre de por vida sin que mediara entre ellos ni una pequeña ráfaga amorosa.
Sentada sobre aquella butaca azul, en el silencio de la casa, las manos sobre el regazo, en una soledad aceptada, observaba el trajinar de Luisillo por el jardín, con la carretilla, el rastrillo y las tijeras de podar. Se aferraba a todos aquellos detalles nimios susceptibles de hacerla sonreír; sabía que debía arrancarle a la vida toda la felicidad de la que pudiera disfrutar.

Luisillo era el único hijo de Paco y Luisa. La madre, de quien había heredado el nombre, murió poco después de su segundo cumpleaños y él creció en manos de su padre y de una tía que, de vez en cuando, llegaba del pueblo para vigilar el crecimiento de aquel niño huérfano de madre. Era la hermana mayor de su padre y ella misma se había adjudicado la misión de estar al cuidado del buen funcionamiento de aquella familia privada del pilar más importante, la madre, -según su propio parecer-.
Luisillo, aprendió de su padre el oficio de jardinero y cuando le llegó la hora de trabajar y al padre de descansar, se limitaron a cambiar unas palabras con los dueños de la mansión. Esa fue la sencilla manera por la que Luisillo continuó cuidando los macizos de flores de Villa Laura.
A la señorita Laura la conocía desde siempre. Desde cuando ella usaba todavía unos pololos con puntillas que asomaban bajo sus faldas y aquellas botitas de charol que en verano se cambiaban por unos zapatos abotonados en el tobillo. En silencio admirativo y respetuoso de empleado a hija de los amos, contemplaba casi a hurtadillas los hermosos ojos de la señorita Laura y unos tirabuzones oscuros entrelazados con cintas de diferentes colores según el traje usado en el momento. Disfrutaba con el sonido de su risa cantarina, le maravillaba su amor por las flores y gozaba sin medida de los momentos en los que ella se unía a los trabajos de jardinería que, en aquel entonces, realizaba su padre mientras él aprendía el oficio. No olvidaba el día en que, sin pensarlo, cortó una hermosa rosa roja y se la entregó a la niña. Ella, saltó de alegría con una enorme sonrisa en sus labios al decir alborotada:

-¡Gracias, Luisillo! Te has acordado de que hoy es mi cumpleaños.
Ya no volvió a olvidar la fecha. El cumplía los doce, dos más que ella, en el mismo día del siguiente mes.

Luego la vida fue pasando. Los sucesos fueron transcurriendo. La muerte entró en las habitaciones de la casa y se llevó al abuelo, a Don Elías, el mejor de los hombres. El nuevo dueño, el padre de la señorita Laura, fue más despótico. Las preocupaciones financieras alteraban su estado de ánimo con más frecuencia de la deseada, era difícil mantener el nivel social habituado y esta lucha diaria agrió su carácter antes más amable. La señorita Laura dejó de mostrar sus pololos y vistió unas faldas que cubrían sus tobillos, hizo uso de la sombrilla y ya no se acercaba a jugar en el momento de la poda de los árboles o cuando regaban las flores. Él comenzó a afeitar su barba rubia, cambió los calzones cortos por unos largos y se acostumbró a usar una gorra de visera que sólo variaba por un sombrero de paja en los días calurosos del verano. A la señorita Laura la veía poco y casi siempre de lejos.
El día de la boda de la señorita Laura con Don Humberto, Luisillo lo pasó en el campo, tumbado sobre el césped en la colina desde donde se divisaban las villas cercanas a la ciudad. No había querido ver a los novios, no le importaban –dijo-.. Con las manos detrás de la cabeza, una pierna cruzada sobre la otra y una brizna de hierba en la boca, miraba pasar las nubes blancas empujadas por un viento que pronto se convertiría en presagio de tormenta. Aquel fue el momento exacto del descubrimiento de la tempestad que inundaba su corazón.
Fue un grito, un aldabonazo, un trueno, un rayo. Su conocimiento le amedrentó. El corazón latía con fuerza inusitada. No era consciente de sus sentimientos y las nuevas sensaciones imposibles de creer, ensombrecían su mente. Poco a poco se calmó y cuando las ráfagas de lluvia comenzaron a azotar su cara, se levantó sin prisas. La tormenta arreciaba pero él sólo sentía el dolor de su corazón. Le costaba aceptar la verdad, sin embargo, era imposible negarla. Amaba a la señorita Laura más que a su propia vida. En un éxtasis amoroso, la comparó con los racimos olorosos de las lilas pendientes de las ramas, con las violetas humildes crecidas entre la tierra, con las blancas camelias, las perfumadas gardenias, los lindos capullos de rosas de variados colores… Así era ella… Un inaccesible búcaro con flores hermosas, sólo podía admirarlo, contemplar su belleza, desear acariciarlo y darle la espalda para, luego en soledad, soñar que era suyo y lo mantenía entre sus manos, entrelazaba las rosas con las lilas y las camelias, con las gardenias, las violetas y las margaritas en un juego hermoso de dibujos y colores. Sí, sólo podía soñar.
Luisillo, caminaba colina abajo empapado por una lluvia que no sentía en su cuerpo, el recién descarnado dolor, estaba en lo más profundo de su alma donde se desataba una incontrolada tormenta.
Desde entonces, el tiempo había pasado lento pero imparable. La luz de los ojos de Laura, se oscurecía entre cortinas de terciopelo y veladas insulsas entre insustanciales damas. Era una golondrina de alas cortadas a la que no se le permitía emprender el vuelo y su corazón se marchitaba sin conocer el amor. Cierto día de incipiente primavera, salió al jardín a pasear entre los rododendros, el árbol de la mimosa y las lilas colgantes de perfume dulzón. Cavando en el parterre con una pequeña azada, se encontraba Luisillo. Cuánto tiempo hacía que no se acercaba a él y recordó sus conversaciones de niños, cuando el padre se ocupaba del jardín. Al verla, se incorporó y su altura la sorprendió.

-¡Luisillo! ¡Cuánto has crecido!- le sonrió y fue entonces cuando comprendió el tiempo transcurrido desde su anterior sonrisa. -¡Qué alegría verte!- le dijo con sinceridad.

-Aquí estoy siempre, señorita Laura…-se fijó en el tratamiento que no había variado después de casada y lo miró a los ojos. ¡Qué curioso! Eran grises, un color en el que nunca había reparado. Era un hombre hermoso, rubio, de soñadores ojos como cielo encapotado, fuerte y bien plantado. Las manos manchadas de tierra, sujetaban la gorra que se había quitado. De pronto, sin saber por qué, sintió un desconocido dolor interno que cortó su respiración. Dio media vuelta y en silencio, se marchó. Pero a partir de aquel día, no pasó mañana sin una minuciosa observación a través de la ventana hasta que su corazón lo comprendió. Se había enamorado. Y aunque conocía la imposibilidad de una unión, el sólo hecho de percibir aquel sentimiento maravilloso que colmaba de alegría su corazón, la hacía feliz. Al fin tenía el objeto para volcar en él todo el amor oculto que oprimía su pecho.
Se acostumbró a salir al jardín todas las mañanas y las charlas con Luisillo se reanudaron. Otras veces, sentada en un banco, lo miraba en silencio, atenta a todos sus movimientos; como plantaba un cepellón, la forma en cortar un esqueje, la ternura con la que contemplaba una flor o recogía una rama del suelo. Él volvía la cabeza para cruzarse con sus ojos y ambos sonreían. Así era su amor. Silencioso, suave, tranquilo.
Una mañana. mientras regaba unas azaleas, a Laura se le ocurrió decir al ver resbalar el agua por los pétalos:

-Parece que están llorando, Luisillo. No las riegues más que me dan ganas a mí de llorar…

El la miró sonriente y luego, fingiendo un enfado que no sentía, dijo:

-Jamás permitiré que nadie haga llorar esos hermosos ojos, sería capaz de matarlo…

Ambos sonrieron y cortando una de las flores se la entregó a Laura que la prendió en su vestido.
Aquella mañana serena, nadie presagiaba el desenlace que se acercaba según pasaban las horas. Luisillo arrastraba la grava mientras recogía las hojas muertas desparramadas por el jardín. Por la ventana abierta del salón, desde donde ella lo observaba, aquel día con tristeza, se oyeron las voces.

-¡No permitiré que me desobedezcas!- gritaba Don Humberto -¡si no te gusta, te fastidias pero vas a ir a esa soirée! Y olvídate de dolores de cabeza, tomas láudano y te llevas las sales, si no ya sabes lo que te espera. Eres una niña malcriada con quien nunca debía haberme casado… Para salir a charlar con ese patán de Luisillo nunca te falta tiempo ni te duele la cabeza ¿verdad? ¡¡Aparta…!! – Sonó un estruendo de muebles y el grito de Laura.

Luisillo escuchaba silencioso mientras el dolor le atenazaba la garganta. Al oír el golpe, le subió la sangre a la cabeza, las venas del cuello se le hincharon hasta casi estallar, apretó los puños y sin pensarlo, en dos zancadas entró en la casa. Laura intentaba incorporarse agarrada a una butaca. De la comisura de sus labios surgía un hilillo de sangre. La inflamación de la mejilla, mostraba los verdugones marcados por la bofetada recibida mientras dos lágrimas resbalaban por su cara. El jardinero tropezó con Don Humberto que se disponía a salir de la habitación, lo agarró por el cuello y haciendo uso de su corpulencia, lo empujó contra la pared sin soltarlo. El hombre intentaba gritar mientras Luisillo, lleno de ira, apretaba con todas sus fuerzas aquel cuello que se retorcía entre sus manos. Pronto vio como los ojos se desorbitaron, la lengua salió de su boca y cayó como un fardo sobre el suelo encerado del salón.

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Laura preparó una tarta, unas manzanas, queso, nueces y lo metió todo en el cesto. Al salir por la verja del jardín donde crecían las malas hierbas que desdibujaban los macizos de flores, el olor de las lilas la obligó a fijarse en un racimo solitario pendiendo sobre la puerta de entrada a la casa. Lo cortó y lo puso sobre el paño que cubría la cesta, las lilas eran las flores preferidas de Luisillo, le alegraría recibirlas en la cárcel. Le condenaron a largos años de reclusión y ahora, cumplido el tiempo, lo iban a dejar en libertad. Para reunirse con él sólo debía esperar y a eso, estaba muy acostumbrada. Antes de cerrar la antigua verja, con la pintura ya desconchada, posó su clara mirada sobre los secos parterres inundados de matojos. Había que limpiarlos, podarlos, regarlos, en una palabra, cuidarlos con mano experta de jardinero. Sonrió con esperanza. Ya faltaba poco, Pronto habría alguien en la casa para ocuparse de ese trabajo.
Se arropó en la capa y apretó la cinta de la capota que cubría su cabeza, hacía frío. Al entrecerrar sus ojos para protegerse del viento, se destacaron las profundas arrugas de su anciano rostro.
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