Capítulo 1. El
visitante
Tan sólo quince habitantes —tres familias— poblaban Las
Ánimas. Cinco casonas, enraizadas como árboles centenarios en la pendiente del
monte, conformaban ese villorrio con nombre de cementerio; nada más apropiado para un pueblo en el que lo
más emocionante que podía pasar era el trinar de los pájaros al amanecer.
A Las Ánimas nadie llegaba; una única trocha comunicaba con la
población más cercana, a diez kilómetros de distancia, y sólo la usaban los
pobladores para el comercio de animales, grano y frutas. Además, la vereda resultaba impracticable
cuando llovía o nevaba; tres metros de nieve en invierno o las riadas que se
formaban en temporada de lluvia, aislaban semanas y hasta meses enteros a Las
Ánimas del resto de la civilización. Es
por ello que resultó imprevisto, y hasta chocante, la aparición del padre
Villar en aquel invierno del 78.
Una sólida capa de nieve cubrió la montaña por varios días y
el caserío parecía amortajado y listo para el sepulcro. Luciano, el patriarca de la familia Arenas,
se arrellanaba en el sillón junto a la fogata tratando de deshacerse del frío,
cuando oyó fuertes golpes en la puerta.
Al descender a la primera planta encontró que Leonor, su mujer, ya había
abierto la puerta y atendía un hombre que parecía más un espectro que un ser
humano.
—Déjale pasar, Leo, no ves que el pobre está que no se tiene
en pie —dijo Luciano desde el fondo del corredor—, ve y tráele algo de comer.
El recién llegado no había terminado con el tazón de chocolate
y el pan que le ofrecieron cuando ya se había reunido el pueblo entero
alrededor del portón de la casa de Luciano.
La novedad de un visitante solitario, que había arribado en lo más crudo
del invierno, exacerbó la curiosidad y la imaginación de los habitantes.
—Es el judío errante, el propio Catáfilo el maldito. ¿Le han
visto los pies?, son enormes, hinchados de tanto caminar, no necesitó ni de
raquetas para llegar hasta acá.
—Eres tonto, Marcial, ¡cómo judío!, si lleva una cadena con
el cristo en el cuello.
—Nada, que es un preso
volao;
no ven que tiene la mirada turbia, como de asesino.
—Pues vos no tenés la mirada muy tierna que digamos,
Dolores, y yo no te digo nada.
—Es un soldado…
—¡Qué no!, es un extraterrestre, anoche vi dos ovnis
remontando el cielo…
—Es el demonio… “el patas” vestido de paisano…
“Soy el padre Villar”,
anunció el propio visitante desde el portal.
Las voces se acallaron; los “Animados” escrutaron con atención la figura
del sacerdote: parecía de todo menos un servidor de Dios. Su languidez extrema lo asemejaba a un
mendigo; su largas y canosas hebras capilares prodigándose en cabeza y rostro,
a un viejo sabio respetable. A pesar del frío, Villar no lucía muy cubierto:
pantalones vaqueros, una camiseta deportiva holgada con la leyenda “Gotcha” y
unas botas de montaña desproporcionadamente grandes constituían su atuendo. Es claro que, viendo aquella especie de viejo
hippie resabiado, ningún vecino creyó inicialmente
que aquel hombre fuera un pastor de almas.
Sin embargo, fue su forma de hablar la que convenció a la ocasional
feligresía.
—Hermanos, me han enviado con la misión de acompañarlos, de
guiarlos en la a veces dura, pero siempre gratificante vida en la Fe.
Nuestro Señor Jesucristo, está con todos ustedes y
ahora vengo, como en otro tiempo vino el discípulo Pedro, diciéndoles:
“Arrepentíos, y bautícese cada uno de vosotros en el nombre de Jesucristo para
perdón de los pecados; y recibiréis el don del Espíritu Santo.”
Al instante, comenzó a nevar fuerte (era la tercera vez en
el día) y muchos de los allí presentes vieron en aquella sincrónica
manifestación de la naturaleza un mensaje ultraterreno, trascendente. No así lo interpretó Tomás, el herrero, quien
tuvo que gritar por sobre la ventisca para hacerse oír:
—Padre Villar, ¿cómo pudo llegar por estos lares?, ¿alguien
lo trajo, o se vino volando?
—Qué es más importante, hermano, ¿el camino o el destino? —fue
la enigmática respuesta del interpelado, quien acaso fue escuchado por Tomás y
tres vecinos más; el resto se habían marchado apresuradamente para refugiarse
en sus casas.
La labor pastoral de Villar inició como un torbellino: con
la ayuda de todos los pobladores, logró levantar una capilla de madera bastante
decente antes del advenimiento de la primavera.
¿Que cómo pudo convencer a aquel grupo de reacios montañeses de
emprender semejante tarea? Ciertamente
no fueron las citas bíblicas las que movilizaron los espíritus, sino el
aburrimiento: todos los inviernos, los “Animados” se enclaustraban como monjes
a hibernar —poco había que hacer, aparte del sexo, la radio y los libros— y con
los nuevos planes de ese hombre extraño que salió de la nada, encontraron un
pasatiempo divertido, una razón para juntarse y quemar calorías a cielo
abierto. Igual resultado se hubiera
conseguido, este de congregar a la comunidad en un mismo objetivo, si en vez de
un sacerdote hubiese arribado un entrenador de fútbol.
Villar se hospedó en la casa de Luciano durante toda su
estancia en el pueblo, y se podría decir que vivió a manteles gracias a la
hospitalidad de los “Animados”. Hablaba
mucho, aconsejaba, lavaba platos, ordeñaba, reparaba techos, tejía abrigos de
lana, parecía querer ayudar a todos con la laboriosidad de una hormiga, y eso
le ganó el cariño de los lugareños; bueno, de casi todos.
—Mire, don Luciano, que he estado pensando y me parece que
ese tal Villar es un farsante. Usté por qué no llama a la parroquia de Otrosanto a
ver si en verdá a este tipo lo mandó pa´ ca el Obispo.
Era de noche y Luciano, como era su costumbre, se encontraba
sentado en uno de los cuatro escalones que daban a la puerta de su casa fumándose
un buen puro de importación. Retuvo el
humo en sus pulmones y exhaló con desgano antes de responder:
—Hombre, Tomás, de viejo te estás volviendo pendejo. Que Villar no es un cura ya lo sabe desde
hace mucho tiempo hasta la
Dolores, que es medio sonsa.
—¿Cómo así? ¿Y a mí por qué nadie me lo dijo?... ¿Y qué
vamos a hacer ahora?
—Mañana es domingo, Tomás…, iremos a misa.