La
primera ceremonia litúrgica en Las Ánimas fue particularmente
especial. Asistieron los quince vecinos; en parte porque había que
darle un uso al esfuerzo que había representado levantar la capilla, y
en parte por agradecimiento a un hombre que había manifestado la
voluntad de servir no sólo de palabra (que las buenas intenciones se
escriben en el agua), sino arrimando el hombro donde hiciera falta.
Lo
particular de la celebración bien pudo consistir en el improvisado coro
celestial compuesto por los sonoros ronquidos de Soberano, el abuelo de
abuelos de la familia Robledo, quien, nada más llegar, a poco de
sentarse en la banca, cayó en un sueño profundo, bastante habitual en
aquel anciano cuya edad exacta todos habían olvidado. Los musicales
bufidos del viejo acompasaron el canto de la procesión de entrada y los
salmos, hasta que Rebeca, la eterna hija soltera del clan, acompañó por
vergüenza a Soberano hasta su casa. Una vez retirado el ruido de fondo
y llegado el momento de la homilía, el padre Villar hizo de la
celebración eucarística un acontecimiento especial. Invitó a los
presentes a exponer públicamente sus preocupaciones para que toda la
comunidad se solidarizara, haciendo suyos los problemas individuales y
buscando soluciones entre todos.
Fue así como Marcial se quejó
de pudrirse en vida en Las Ánimas. Siendo él aún joven y con ganas de
irse a la ciudad a ver mundo, se lamentaba de tener que quedarse para
hacerse cargo de la granja y cuidar de su madre, quien padecía de
demasiado tiempo libre para inventarse cuanta enfermedad pudiera haber
entre cielo y tierra. La madre interpelada, sorprendida por la
confesión de su hijo, no pudo menos que poner los ojos en blanco y caer
desmayada, cuan larga era, en la banca. Aquella vez se recordaría como
el día en que Las Ánimas asistió a su primer milagro en vivo: el
sacerdote, con una tranquilidad que contrastaba con el tumulto que se
apiñó alrededor de la afligida para tratar inútilmente de socorrerla,
fue por agua bendita, se abrió paso entre los parroquianos y la derramó
de un golpe sobre la cara de la mujer, quien, sobresaltada, despertó en
el acto de su vahído.
—¡La puta que parió al santo Job! ¡Qué agua tan fría! —gritó la resucitada.
—No blasfemes en la casa del Señor, hija —respondió serenamente el Padre Villar mientras le ofrecía un pañolón para secarse.
Una
vez restablecido el orden y sosegados los ánimos, el Padre les contó a
“los animados” la parábola del perro y el mendigo ciego (ver apéndice)
y fue tanto el efecto que produjo esta historia en el ánimo de la
madre, que terminó rompiendo en llanto y abrazando a Matías pidiéndole
perdón.
Aprovechó entonces Leal para hablar de sus vacas
enfermas, y luego Iris tomo la palabra para decir que el que le
volviera a robar sus gallinas “lo fusilaba”. Hubo tiempo también para
escuchar por quincuagésima vez la historia de los ovnis de Paquito, y
Dolores terminó la sesión llorando porque “estaba hasta la gorra” de
que todo el mundo se burlara de ella. El padre Villar escuchó,
aconsejó y llamó la atención de una forma tan natural que todos los
presentes sintieron en verdad sus palabras. Muestra de que los animados
se sintieron conmovidos fue ver a la mayoría llorar sin reparos al
darse el abrazo de la paz.
Al salir de la capilla, el Padre Villar marchó junto a Luciano y Leonor rumbo a la casa. El sacerdote aprovechó para indagar:
—Luciano, que te noté muy callado en la misa…
—No sé, Padre, es que esa lloradera y abrazadera…, toda esa maricada no va conmigo.
—A veces viene bien expresar los sentimientos… cuando quieras hablamos.
Luciano se quedó pensando en si debería confiar en aquel hombre a quien nadie conocía.
—Padre,
tal vez quien tenga que hacer una confesión sea usted, ¿no le parece?
—Villar asintió, comprendía que no por mucho tiempo podría guardar
silencio.
—Mire, Padre —continuó Luciano— no me interesa saber
quién es usted en realidad. Me gusta su mentira: nos ha ayudado, es
trabajador, no come mucho… por mí, quédese el tiempo que le haga falta,
pero, le advierto, el invierno ha terminado y quien quiera que lo esté
buscando puede ahora encontrarlo… sólo espero que cuando eso ocurra el
ruido no me fastidie mi siesta de la tardes… ¿me comprende? —la velada
advertencia de Luciano estuvo reforzada por el sutil ademán de
acariciar con la yema de los dedos la empuñadura del cuchillo de monte
que llevaba en el cinto. Villar lo entendió en el acto; nunca más
trataría de escudriñar las cuestiones personales de Luciano.
Pasaron
dos semanas de relativa calma. La madre de Matías abandonó por fin su
lecho de enferma, las vacas de Leal se recuperaron, las gallinas de
Iris dejaron de desaparecer y Dolores…, bueno, la pobre mujer seguía
siendo blanco de las bromas más pesadas: la última estuvo a cargo de
Patricio Robledo, quien luego de cobrar varias piezas de caza invitó a
cenar a la desgraciada y literalmente le dio gato por liebre. Tuvo
gracia de todas maneras cuando, sentada a la mesa y casi acabado su
plato, Dolores escuchó a los secuaces de Patricio, Tito y Blas, maullar
a toda voz desde el patio de la casa. Dolores se le frunció el
estómago pero hizo un esfuerzo por no descomponerse; de todas maneras
el gato estaba bien cocinado y cualquiera podía decir que hasta bien
sabía.
Mas la tranquilidad de las Ánimas iba a truncarse
con la desaparición intempestiva del Padre Villar. Una mañana el
sacerdote acompañó a Paquito a la hondonada donde había visto las
luces, pero el chico regresó sin él. Por más que le preguntaron,
Paquito no soltó prenda, sólo hablaba de su conocida historia de los
ovnis. Luciano, Tomás y Leal salieron con los perros a buscarlo sin
ningún resultado.
Una tristeza espesa empezó a llover sobre
las cabezas de los animados cuando vieron regresar en la noche a los
cabizbajos buscadores. La desazón de la perdida de algo valioso turbó
el corazón de todos los pobladores. De forma espontánea, los quince
emprendieron procesión a la capilla para rezar por él.