En una pequeña población inglesa, una tarde desapareció una niña a la salida del colegio. Pocas horas después, el comisario la encontró semidesnuda, violentada y asesinada. El comisario juró atrapar a aquella bestia que andaba suelta. Unos días después, otra niña fue cazada camino de su casa. Cuando el comisario la encontró, se sintió un hombre fracasado: no había podido evitar una muerte tan tierna. Se obsesionó con el caso. Detuvo a posibles sospechosos. Pero todos tenían coartada, no era creíble que ninguno lo hubiera hecho. Y cayó una tercera niña en apenas dos semanas. El hundimiento moral del comisario rompió su matrimonio, se mostraba violento en el trabajo, bebía de más. Tal era su estado que su superior le dio unos días de descanso. Pero él no desacansó: era una cuestión de honor. Debía atrapar a aquel tipo. Los habitantes de la villa habían confiado en él y no sabía defenderlos. Una noche, en su casa, reunió todas las pruebas, trabajó horas y horas con ellas. Se estrujó el cerebro hasta el límite de la locura. Pero pudo recomponer de modo correcto todas las piezas del puzzle.
La mañana siguiente se presentó ante su superior con un manojo de papeles escritos de corrido. Con una gran satisfacción en su rostro por el deber cumplido, le dijo a su superior: "Al fin lo he descubierto. Aquí está todo". Y acto seguido le alargó sus manos.
"Espóseme."