Londres- Inglaterra a finales del siglo XIX
Cuando el piano deja de sonar, toda la sala se sumerge en un estrepitoso aplauso. Cedric Byron, se levanta de su banqueta, y anda unos pasos por el escenario, para ponerse frente al público, y agradecerles sus aplausos mediante una elegante reverencia. El hombre, de unos treinta años, cabellos negros como el azabache, mirada azul penetrante, y piel casi tan blanca que parece traslucida, sonrie cortésmente, dejando ver sus dientes perfectamente blancos, y al mismo tiempo una mirada, sumida en la más profunda tristeza.
Detrás del telón, Elizabeth, una mujer de una belleza incomparable, de cabellos rubios, casi dorados, ojos verdes mortecinos, y piel de terciopelo blanca, contempla al músico, y susurra con ironía:
-Triste Cedric... siempre tan infeliz...
Minutos más tarde, Cedric penetra en su camerino, donde Elizabeth ya lo está esperando, sentada al fondo de la habitación, en semipenumbra. Cuando el hombre cierra la puerta, ella empieza a dar palmadas lenta e irónicamente, mientras comenta:
-¡El gran Cedric Byron! Casi consigues hacerme llorar...
-No lo conseguirías aunque quisieras... –le responde él con sarcasmo, mientras le da la espalda contrariado por su presencia.
-Vamos, no te enfades, te he traído la cena- le responde ahora ella, con una sonrisa malvada cruzando su rostro, mientras señala la esquina opuesta a la que se encuentra ella –Todavía está caliente...
Cedric vuelve ahora su mirada, y observa con los ojos llenos de terror, a una joven de unos veinte años, echada en el suelo, con la boca tapada y los brazos y las piernas amordazadas, casi moribunda. En su pecho, dos puntos blancos, no dejan de emanar sangre.
-Vi como la mirabas...
-¡¿Qué has hecho, Liz?! ¡Es solo una niña!
-Es nuestra naturaleza Cedie... Es lo que somos...
-¡¡¡No!!! ¡Tú me condenaste a esto!
CONTINUARÁ...