¿QUIÉN ME HA ROBADO LA VIDA?
En mi opinión, sobre esta pregunta que se hizo la madre de una querida amiga, ya inmersa en un reciente Alzheimer, cuando se le respondió a su pregunta de ¿cuántos años tengo?, no se sabe si al responder así dejó clara su pérdida o tuvo más lucidez que nunca y se preguntó lo que nunca antes no se atrevió a preguntarse.
¿Qué he hecho con mi vida?, se preguntó también después.
Mi amiga no escuchó la respuesta a ninguna de las preguntas. Su madre entró en un mutismo severo que no rompió ya para decir nada más. Desde entonces no habla.
Pero piensa. Se le nota porque se le pone cara de sufrimiento, se muerde los labios, tiembla, y entonces aparecen lágrimas que no se entretiene en aplastar ni enjugar. No parpadea. La mirada se fija en un punto inexistente. Y vuelve a llorar.
Mi amiga ha tomado para sí esas mismas preguntas y está en la búsqueda de las verdaderas respuestas.
Quién me ha robado la vida no es una pregunta para exculparse, porque en realidad es el camino que lleva hasta la siguiente, que es la buena: ¿Qué he hecho con mi vida?
La vida de uno es lo que uno hace con ella. También lo que no hace. Y también lo que permite que otros –sean personas o circunstancias- hagan.
Uno es responsable de lo que quiere que haya en ella y, sobre todo, es responsable de cómo quiere interpretar lo que sucede en ella; es responsable de calificar las cosas, de poner en el montón de los fracasos asuntos a los que no les corresponde ese sitio, y de no poner en ella cosas buenas, alegrías, esperanzas, felicidad, optimismo y fe.
Lo mismo que es responsable de acumular tristezas, de dejar que el desánimo prolifere a sus anchas, o que el dolor se apoltrone en la parte más confortable de su corazón y quiera quedarse permanentemente.
A la vida no hay que desatenderla ni hay que permitir que sea ella, por su cuenta y sin nuestra supervisión, quien se rellene de cualquier modo con cualquier cosa. Esa es la forma de tener una vida anodina, vacía de vida, y de tener momentos sin sustancia, soledad y aridez, sueños muertos y una ilusión tan mala que va al psiquiatra.
La vida se alimenta de VIDA. Sólo la presencia consciente de uno en su vida la llena, la redondea, la hace plena y fuente de satisfacciones. Requiere y se merece la más esmerada atención, la vivencia más intensa. Y eso hay que hacerlo ya y en cada momento. No hay segunda oportunidad en la que arreglar los desperfectos de la primera. Se vive y se aprende al mismo tiempo. Se aprende y se vive al mismo tiempo.
Hay momentos en los que nuestra atención se tiene que concentrar en tareas externas, pero hay momentos, muchos, en los que uno puede decidir dónde poner esa atención, en los que uno puede cerrar los ojos y quedarse de ese modo a solas, y en los que uno puede decir el ya conocido “Soy yo y estoy aquí y ahora”; momentos de ver –no sólo de mirar- lo que nos rodea, ver las cosas separadas del concepto –con los ojos de un Marciano que acaba de llegar a la Tierra y no conoce nada de lo que hay en ella-; ver el tono de azul con el que se ha vestido el cielo hoy, o saborear o sentir o estar.
“Confieso que he vivido” es un buen epitafio para cualquier vida.
Será bueno que tú también lo puedas sentir así.
Te dejo con tus reflexiones…
Francisco de Sales
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